Convertirse es cambiar y renovarse

Miércoles de Ceniza

17 de febrero de 2021, Catedral de Ciudad Quesada, 8:00 a.m.

Hermanos todos en el Señor:

“En nombre de Cristo les pedimos que se dejen reconciliar con Dios … ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de la salvación”, nos decía el apóstol Pablo en la segunda lectura de la Misa de hoy. “Conviértanse y crean en el evangelio”, son las palabras de Jesús que usamos en el rito de la imposición de la ceniza.

Con estas dos exhortaciones, iniciamos, en comunión con toda la Iglesia, este santo tiempo de Cuaresma que nos llevará a la Pascua, para celebrar los misterios centrales y más importantes de nuestra fe cristiana: la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesucristo.

Cuaresma es un camino o itinerario espiritual que tiene como punto de partida este día de ceniza y como meta la noche santa de la Pascua. Es un camino e itinerario espiritual que nos ejercita en la esperanza y en la confianza en Dios; por ello, no se trata de un tiempo triste u oscuro. Con fe y confianza, ayudados por la gracia de Dios, tenemos este tiempo para renovar nuestra condición de bautizados.

Se trata de un itinerario bautismal que nos lleva a redescubrir y valorar este gran sacramento que nos ha convertido en hijos de Dios. Por consiguiente, este es un tiempo propicio para revisar si estamos viviendo como verdaderos bautizados y auténticos hijos de Dios; tiempo para renovar también los compromisos que este sacramento y nuestra condición de bautizados suponen y nos piden.

En este contexto del espíritu más propio y profundo de la Cuaresma, el Santo Padre Francisco, en su mensaje de este año para el tiempo cuaresmal titulado “Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad”, nos invita precisamente a que “en este tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el ‘agua viva’ de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo”. Como bautizados, pues, tenemos este tiempo de gracia para renovarnos en la fe, la esperanza y la caridad, virtudes centrales de nuestra condición de cristianos.

Para ello, hoy empezamos este camino e itinerario espiritual con ceniza y lo terminaremos en la Pascua con agua y con luz. El polvo de la ceniza nos recuerda que del polvo de la tierra hemos venido, y como polvo a la tierra volveremos. El agua y la luz nos recordarán que, no obstante ser polvo, estamos llamados a resucitar con Cristo a la vida eterna en el cielo. Todo esto nos quiere recordar y hacer revivir la Cuaresma desde la maravillosa pedagogía de la liturgia.

¿Cómo entramos a hacer experiencia de lo que es y nos pide el Señor en la Cuaresma? ¿En cuáles medios nos podemos apoyar para alcanzar los fines que nos propone este santo tiempo? Sin duda, la riqueza de la palabra de Dios, que ha sido proclamada, nos responde a estas interrogantes. Y como lo decía al inicio, la clave es la conversión interior que nos ayude a prepararnos a renovar nuestro bautismo en la Pascua. Precisamente, la invitación de este pórtico de la Cuaresma, que es el día de ceniza, es el llamado a nuestra conversión, es decir, a dar pasos para redirigir mejor nuestra vida, y ponerla en mayor sintonía con el evangelio de Jesús.

Así como llamaba al pueblo de Israel, el profeta Joel nos invita hoy a nosotros a la oración y a la penitencia. La palabra con la que empieza la primera lectura es una de más repetidas por Dios en la Escritura: “Conviértanse”, es decir, se trata de un apelo a que volvamos los ojos al Señor desde nuestro corazón, porque Él nos quiere salvar. Atención: se trata de volverse a Dios desde el corazón, desde lo más íntimo y profundo; no solamente con ritos o expresiones exteriores, por más buenas que sean. Convertirse no es simplemente “rasgarse las vestiduras”, en señal de penitencia, sino abrir de verdad el corazón para volverlo a Dios. Y esta búsqueda de la conversión, como cambio y transformación interior, la hacemos con fe, confianza y esperanza, porque “el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia”.

Y para que no creamos que la conversión es algo que podemos alcanzar con nuestro esfuerzo, San Pablo, en la segunda lectura, nos recuerda y pide “no echar en saco roto la gracia de Dios”. Es decir, convertirse, cambiar y renovarse de corazón es una gracia de Dios, pues, nosotros pecadores somos justificados gracias a la acción salvífica de la cruz de Cristo, no por nuestra sola voluntad o simple esfuerzo. Por ello, abrámonos, colaboremos y seamos dóciles a la gracia de Dios.

Para avanzar en este camino, para adentrarnos en la experiencia de la conversión -ayudados por la gracia de Dios- Jesús nos ofrece tres medios en el evangelio de hoy. En el fondo, hermanos, son tres propuestas para salir de nosotros mismos y poder encontrarnos con Dios y con el prójimo. Por ello, Jesús nos llama a la práctica de la limosna, la oración y el ayuno. Y no para buscarnos a nosotros mismos, o para que nos vean y reconozcan los demás, sino solamente para que Dios nos vea y recompense.

Damos y nos entregamos, a través de la limosna, por amor a Dios y a los hermanos; no por amor a nosotros mismos. Limosna es sinónimo de desprendimiento, generosidad, capacidad de vencer el egoísmo, de superar el propio interés y comodidad. La limosna nos ayuda a ser más sensibles y solidarios, más caritativos y capaces de compartir lo que tenemos y no simplemente lo que nos sobra. El espíritu del mundo nos tienta a encerrarnos, a acumular, a asegurarnos, a pensar y preocuparnos en demasía por nosotros mismos y no por los demás. Cuaresma es un fuerte llamado a vivir la caridad y las obras de misericordia. Esto supone y exige salir de sí.

Hacemos oración con fe y confianza, porque va dirigida a Dios en la intimidad y desde el corazón; no para que nos vea la gente o aparentar espiritualmente. Oramos porque necesitamos la fuerza de Dios para convertirnos y vivir como hijos suyos. Oramos para tener la gracia de Dios y no caer en la tentación. Oramos para que el Señor nos libre del maligno y sus embates. En fin, oramos porque necesitamos ese vínculo y relación constante con el Señor, pues sin Él nada podemos hacer (cfr. Jn 15, 5).

Finalmente, hacemos ayuno como signo de disponibilidad delante de Dios y de su palabra. Nos abstenemos de alimento y de cosas materiales para hacer ver que sólo Dios es necesario; que no sólo vivimos de pan, sino de toda palabra que viene de Dios (cfr. Mt 4, 4). Ayunamos como signo de desprendimiento, de libertad interior y de independencia de todo lo que es material. Ayunamos también para compartir, para ser solidarios y abrirnos a la caridad ante tantas necesidades dramáticas y apremiantes que hay a nuestro alrededor, de manera particular desnudadas y puestas en evidencia con la crisis de la pandemia que nos ha azotado durante este año, y no sabemos por cuánto tiempo más.

Hermanos, les decía que estas tres prácticas o medios para la conversión, son para salir de nosotros mismos, para encontrarnos con Dios y con los hermanos. Se trata de no vernos hacia dentro de nosotros mismos, sino de mirar hacia fuera, a lo alto a Dios, y al lado al hermano; de modo que no pensemos tanto en nosotros mismos. Convertirse es cambiar y renovarse. Amar, que es lo propio del cristiano, es salir de nosotros mismos y darnos en cercanía, solidaridad y caridad. Este es el fin, el espíritu y el camino de la Cuaresma.

Con la fe y la confianza puestas en el Dios compasivo y misericordioso; atentos a su palabra que nos llama a la conversión; y alimentados con la fuerza del cuerpo y de la sangre de Cristo, iniciemos y emprendamos con esperanza este camino cuaresmal que tiene como meta la Pascua, en la cual el Señor nos espera con vida nueva y resurrección.