El Seminario es para dejarse encontrar con Jesucristo resucitado y seguirle

Eucaristía inicio Año Formativo Seminario Nacional Nuestra Señora de los Ángeles. Sede Paso Ancho.

Domingo 13 de febrero 2022, VI del Tiempo Ordinario, 4:00 p.m.

Hermanos todos en el Señor:

Como bien sabemos, la Eucaristía es siempre acción de gracias, y especialmente lo es hoy, aquí, cuando damos gracias a Dios por iniciar un nuevo año formativo de nuestro Seminario Nacional; y todavía más cuando se retoman actividades presenciales en esta casa de formación, después de casi dos años de suspensión de las mismas por causa de la pandemia.

Damos gracias a Dios por todo ello y, al mismo tiempo, con gran confianza en Él, ponemos en sus manos todo el caminar formativo de este año, convencidos de que el Señor nos guía, sostiene y acompaña siempre con su providencia amorosa. Precisa y providencialmente, el mensaje de la palabra de Dios, que se nos ha proclamado, nos invita a poner total y exclusivamente nuestra confianza en Él, y no en otras propuestas o caminos por más atrayentes que nos parezcan. Recordemos que el domingo pasado el evangelio nos hablaba de los primeros discípulos que siguieron a Jesús como fruto de haberlo escuchado y de haber confiado en su palabra.

Nos ha quedado claro que es dichoso, bienaventurado y bendito quien confía en Dios, y, por el contrario, para quien no confía en Él, sino en este mundo, las cosas no van ni terminan bien. Así lo ha puesto de manifiesto en la primera lectura el profeta Jeremías. Con la comparación agrícola del cardo en la estepa (aridez, sequedad total, no vida) y del árbol plantado junto al agua (raíces, vida, verdor, fruto), lo que se nos plantea y cuestiona -antes a Israel y hoy a nosotros- es dónde ponemos nuestra confianza en esta vida y en este momento de nuestra existencia; cuáles son nuestras opciones, valores y prioridades. Y de ello hace también eco fiel el salmo 1, con el cual hemos rezado: dichoso el que confía en el Señor; el que no se deja guiar por criterios mundanos ni anda en malos pasos; el que ama y cumple la palabra del Señor. Alguien así es como el árbol que está junto al río, da fruto, no se marchita y tendrá éxito.

En la versión de San Lucas -como sermón de la llanura- el evangelio de hoy nos presenta las bienaventuranzas de Jesús. De inmediato, a la lógica y al pensar humano, salta la pregunta cómo se pueden proclamar dichosos a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran y a los que son perseguidos ¿Cómo se entiende o explica esto? Me parece que la clave está en entender adecuadamente la primera bienaventuranza. Tendríamos que remontarnos al Antiguo Testamento con relación a los “pobres de Yahvé” que, como sabemos, aún en medio de las adversidades, sufrimientos y pruebas de la vida son quienes conservan intacta su fe y confianza en el Dios de las promesas, en su Mesías y en su Reino. En otras palabras, para todos estos sufridos y probados, que confían totalmente en Dios, la respuesta y recompensa no está definitivamente en este mundo y en este tiempo -aunque no deberían existir injusticias y desigualdades- sino que esta respuesta y esta recompensa será después de esta vida, en el Reino de Dios, según palabras de Jesús. Para el Señor, todos estos sufridos y probados después serán saciados y reirán; después será grande su recompensa en el cielo.

En cambio, contrario destino será para quienes confían en sí mismos y en sus cosas, para los que se sienten “satisfechos y seguros”, para los que viven sin preocuparse ni comprometerse con el sufrimiento de los demás. Quien confía en Dios, quien vive en sus manos providentes, en vez de cerrarse y cegarse, se abre, comparte, es capaz de ver, de responder y comprometerse desde el amor con las necesidades y sufrimientos de los más frágiles.  Por ello, de manera más directa, dramática y catequética, se nos pregunta, desde el evangelio de hoy, en quién confiamos realmente, qué valores y prioridades forman parte de nuestra vida. Evocando aquella otra imagen evangélica, ¿estamos construyendo sobre roca o sobre arena?

Nuestra fe cristiana nos hace trascender la inmanencia presente y la apariencia de este mundo, por ello, en total consonancia también con el mensaje de hoy, la segunda lectura de San Pablo a los corintios, sobre el tema capital de la resurrección, no sólo de Jesús, sino de la nuestra también, nos cuestiona en quién o dónde tenemos puesta nuestra esperanza. Clarísimo nos dice el apóstol: “Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida”, (diríamos: a los “valores y aspiraciones” que mueven al mundo y a la sociedad), “seríamos los más infelices de los hombres. Pero no es así, porque Cristo resucitó, y resucitó como primicia de todos los muertos”, concluye el apóstol. En una palabra, nosotros, creyentes, confiamos totalmente en Dios, porque tenemos esperanza, ni más ni menos, que de vida eterna.

Como lógicamente se comprenderá, permítanme una palabra breve y directa para los seminaristas.  Seminaristas, el Seminario es casa en el sentido más amplio, y a la vez, más profundo. En primer lugar, es casa para encontrarse con el Señor que nos permite crecer en la experiencia de la fe, según lo describe el profeta Jeremías en la primera lectura. La fe trae consigo ser dichoso y entrar en la bendición del Señor como hemos orado con el salmista: “Dichoso el que confía en el Señor”. El Seminario es casa para discernir y madurar la respuesta al plan de Dios en libertad, responsabilidad y recta intención.  

En segundo lugar, el Seminario es casa porque nos permite un espacio interior apropiado de relación con el Señor y los hermanos, en el doble binomio oración-fraternidad y estudio-servicio pastoral. Es un espacio para cultivar valores y profundizar en lo que muy bien describe San Pablo en la segunda lectura: “Cristo resucitó”. El Seminario es para dejarse encontrar con Jesucristo resucitado y seguirle. El tiempo del Seminario es un periodo de gracia y crecimiento en la amistad con el Señor y los hermanos. Se crece en el Seminario como personas y como creyentes, como discípulos y como futuros pastores. 

Quiero hacer mías las sabias palabras del Papa emérito Benedicto XVI, cuando, con motivo del Año Sacerdotal, escribía a los seminaristas del mundo lo siguiente: “El Seminario es una comunidad en camino hacia el servicio sacerdotal. Con esto, ya he dicho algo muy importante: no se llega a ser sacerdote solo. Hace falta la “comunidad de discípulos”, el grupo de los que quieren servir a la Iglesia de todos” (Carta 18-10-2010). Este proyecto, queridos seminaristas, es el que ponemos hoy en las manos del Señor y que el mismo Buen Pastor nos lo confía a todos. Es lo que pedimos confiadamente en esta Eucaristía al Señor que se nos da como alimento, y lo hacemos por intercesión de la Santísima Virgen María, Nuestra Señora de los Ángeles, y de San José. Provechoso y fecundo año formativo para ustedes, los estimados Padres formadores, profesores, administrativos y todos quienes dan lo mejor de sí para la formación sacerdotal en nuestro querido Seminario Nacional. Amén.