Llamados a dar razón y testimonio de nuestra fe

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor,

4 de abril de 2021, Catedral de Ciudad Quesada, 11:00 a.m.

Hermanos todos en el Señor que ha resucitado:

Hemos exclamado y exultado con el salmo 117, de la Misa de hoy, diciendo: “Este es el día del triunfo del Señor. Aleluya”. En efecto, este es el día de la victoria del Resucitado sobre el sepulcro, del triunfo de la vida sobre la muerte, de la luz sobre la oscuridad y del bien sobre el mal. La victoria y el triunfo de Cristo son también nuestros, pues, como decía anoche en la vigilia pascual, “… esta verdad (la resurrección de Jesús) tiene que ver directamente con nosotros, con nuestra vida y con nuestra historia personal y comunitaria. Ya nuestro destino no es la muerte eterna, sino la vida eterna en el cielo. Ya no somos el hombre viejo marcado por el pecado y el mal, sino personas nuevas y redimidas en Cristo. Ya no podemos ser los mismos de antes, porque lo antiguo ha pasado y lo nuevo ha comenzado. Hemos sido regenerados, resucitados y salvados desde el bautismo”. Esta, hermanos, es la grandeza del misterio pascual de Cristo en nosotros, pues, como dice San Pablo, “hemos sido sepultados con Él para resucitar también con Él” (Rom 6,4).

En este tercer día del Santo Triduo Pascual, el más importante de todos, es significativo constatar que ninguna de las lecturas de la palabra de Dios que hemos escuchado relatan directamente detalles precisos del acontecimiento como tal de la resurrección de Cristo. Más bien nos transmiten la experiencia viva de lo que significó e implicó la resurrección para la comunidad primitiva de la Iglesia, y lo que debe significar para nosotros hoy en día como creyentes y discípulos del Resucitado. En otras palabras, la palabra de Dios nos enseña en este día de Pascua cuáles son las implicaciones, aquí y ahora, para nosotros del hecho de confesar y celebrar nuestra fe en Cristo Resucitado. Les invito a reflexionar en tres aspectos particulares al respecto.

1.- Resurrección y testimonio misionero:

La primera lectura de los Hechos de los apóstoles es parte de un discurso de Pedro y, al mismo tiempo, un resumen del primer anuncio cristiano: Jesús murió, pero resucitó, está vivo. Igualmente, el texto hace una síntesis de la actividad del Señor: bautismo recibido de Juan, ungido por el Espíritu, pasó haciendo el bien sanando y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Notemos que el texto no se trata de la comunicación de ideas abstractas, sino que nos habla de acciones concretas de la vida y actividad de un hombre, de Jesús, el Hijo de Dios.

Y lo que me parece más interesante y vinculante para nosotros es que Pedro afirma que ellos, los apóstoles, fueron testigos, es decir, vieron y experimentaron esas acciones de Jesús. En efecto, el apóstol dice en su discurso: “Lo mataron, pero al tercer día resucitó (…) Hemos comido y bebido con él”, afirma Pedro, para demostrar la realidad y veracidad de la vida y resurrección de Jesús. Junto a lo que dijo y enseñó, lo más importante es lo que hizo Jesús; eso fue lo que marcó, impactó y cambió la vida a los apóstoles. De esa experiencia real vivida de las acciones de Jesús, surge el imperativo del testimonio misionero: “Él nos mandó predicar al pueblo y a dar testimonio …”

Hermanos, para nosotros también hoy, proclamar que Cristo resucitó es dar testimonio y sentirnos enviados a predicar la vida nueva y el perdón de los pecados; proclamar que él nos ha salvado, que hay esperanza de eternidad, que él es juez de vivos y muertos. Se trata, ciertamente, de proclamar y predicar estas acciones; pero sobre todo se trata de dar testimonio, esto es lo que nos toca hoy, en este momento, en el mundo en que vivimos: dar testimonio con nuestra vida que Jesús nos ha impactado, nos ha renovado y resucitado también a nosotros que estábamos muertos por nuestros pecados.

Por consiguiente, no podemos ser una Iglesia callada y acomodada; la Iglesia de Cristo y de los apóstoles es una Iglesia viva, misionera, con el impulso del Espíritu, con pasión evangelizadora, con el valor de los verdaderos testigos en medio de las contrariedades y pruebas. Y esto nos toca a nosotros hoy, hermanos; nos corresponde hoy que celebramos y proclamamos la resurrección de Cristo como el acontecimiento central y definitivo de nuestra fe. Testimonio misionero es lo que nos toca en las circunstancias actuales del mundo y de la Iglesia, sobre todo cuando vemos manifestaciones contra Dios y contra la fe, en ambientes ateos y neopaganos.

2.- Resurrección y esperanza en la vida eterna:

Para el apóstol Pablo, en la segunda lectura de colosenses, quien haya conocido y se haya encontrado de verdad con Jesús, como Señor de la historia y Salvador del mundo, necesariamente es y tiene que ser alguien nuevo; alguien que no se queda en y con los bienes mundo, sino que mira hacia y se dirige a la eternidad, al cielo. Por ello, el apóstol nos desafía y nos recuerda nuestro destino final: “Puesto que han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios (…) Pongan su corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra”.

En medio de una sociedad que mira más al mundo y a la tierra, que parece no mirar ni creer más allá de esta vida, nosotros, creyentes en Cristo Resucitado, somos testigos de la eternidad, damos fe de que nos dirigimos al cielo para el cual nacimos desde el bautismo. Nuestra meta y destino es la eternidad; para eso Cristo resucitó, pues, como dice el mismo San Pablo: “Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los más desdichados” (1 Cor. 15,19). Para nada somos desdichados, todo lo contrario, somos inmensamente dichosos porque esperamos la vida eterna en el cielo con Cristo que ha resucitado.

3.- Resurrección y experiencia viva de fe:

El evangelio de San Juan nos habla del acontecimiento de la resurrección, pero no nos detalla cómo ocurrió el mismo. Más bien destaca lo que este hecho produjo en María Magdalena, en Pedro y en Juan. Al descubrir, primero la Magdalena, la piedra corrida del sepulcro; al llegar después Pedro y Juan, y ver los lienzos y el sudario de Jesús en el suelo, “vieron y creyeron”, como dice el discípulo amado y autor del evangelio. Es más, reitera y detalla que, “vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos”.

El efecto principal de la resurrección de Cristo en los apóstoles y en los primeros cristianos es la fe, es creer que Cristo está vivo, que venció su muerte y la muerte eterna. Este es el hecho fundamental de nuestra fe: creer en un Dios de vivos, no de muertos; en un Dios que nos ha resucitado con él, que nos ha vivificado y que nos ha abierto la esperanza de participar de su triunfo definitivo en el cielo. La gran verdad de la resurrección nos tiene que hacer vivir como personas verdaderamente de fe, con valores trascendentes y espirituales. La verdad de la resurrección nos interpela a vivir y actuar como signos vivos de Dios en medio del mundo, como fermento en medio de la masa, como luz del mundo y sal de la tierra.

La fe es sinónimo de vivencia y testimonio de la persona de Jesús a quien hemos conocido, a quien amamos y seguimos, y a quien queremos hacer presente a través de nosotros mismos en el mundo y en la Iglesia. Este ha de ser para nosotros el fruto y el compromiso de celebrar la resurrección. Nosotros somos los primeros llamados a dar razón y testimonio de nuestra fe, viviendo según Dios, no según el mundo; mostrándonos y presentándonos auténticamente creyentes, no incrédulos, fríos o indiferentes.

Hermanos, verdaderamente “este es el día en que actuó el Señor, sea él nuestra alegría y nuestro gozo”, nos ha dicho el salmo 117. Porque ha resucitado y vive, el Señor sigue presente entre nosotros de muchas formas, pero, sobre todo, y, ante todo, está en la Eucaristía, el sacramento de su cuerpo y de su sangre que nos comunica su misma vida, y nos fortalece para actuar como testigos misioneros suyos, orientar nuestra vida al cielo y hacer experiencia viva de nuestra fe aquí y ahora, en novedad radical de vida gracias al misterio pascual que nos hace partícipes de la victoria de Cristo resucitado.

¡Cristo ha resucitado! Verdaderamente ha resucitado el Señor, aleluya, aleluya, aleluya.