“Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”

VIII Carta Pastoral

Sobre la visión y futuro de la Iglesia Particular en la pandemia y postpandemia.

Mateo 28, 20

INTRODUCCIÓN

La mirada puesta en la vida eterna

1.- “Escuché una voz que me ordenaba desde el cielo: ‘Escribe: ¡Felices los que mueren en el Señor! Sí –dice el Espíritu– de ahora en adelante, ellos pueden descansar de sus fatigas, porque sus obras los acompañan’”. Este texto del Apocalipsis 14, 13, nos revela la esperanza de aquellos que creemos en Dios, el cual nos promete la vida eterna. Estamos convencidos de que morir en el Señor es sinónimo de vida eterna. Y, al mismo tiempo, sabemos que, después de la muerte, vendrá el descanso definitivo de todo agobio, límite y sufrimiento, como nos lo expresa San Ambrosio en su Libro sobre la muerte de su hermano Sátiro: “Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial para cantar a Dios y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa, en medio de la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo”. Esta es la certeza y la esperanza que nos hace creer y mirar hacia el más allá, desde las circunstancias del presente que vivimos.

2.- Como titulé mi I Carta Pastoral, La Esperanza no defrauda (Romanos, 5, 5), sabemos que nuestro caminar de cristianos nos llevará al puerto definitivo del cielo si peregrinamos según la voluntad de Dios, quien quiere que alcancemos la bienaventuranza eterna. Pero, si nos apartamos de su voluntad y camino, estaríamos pensando y mirando solamente la transitoriedad de este mundo, y rechazando al Dios de la vida que nos promete la eternidad (cfr. 1 Juan 2, 17).

3.- El mundo entero, desde finales del año 2019, se ha enfrentado a una enfermedad de la cual no teníamos idea de los estragos que causaría. Solo en Costa Rica, desde marzo de 2020, cuando se detecta el primer caso de una persona positiva de COVID-19, se desató una grave crisis al grado de declararse emergencia nacional, esta situación nos sumió a todos en la incertidumbre y en la revisión de cómo estábamos viviendo. La pandemia nos ha cambiado la vida.

4.- A nivel de la Iglesia, la práctica cultual sufrió como nunca antes la imposibilidad de celebrar presencialmente la fe con los fieles. Se produjo la suspensión de sacramentos de la iniciación cristiana, la cancelación de diversas catequesis y reuniones pastorales, nos vimos imposibilitados de ofrecer el sacramento de la reconciliación. En todo el mundo, la Iglesia se enfrentó a un desafío cuyas consecuencias todavía estamos trabajando para superar como parte de esta crisis. La pandemia también nos desajustó y replanteó la actividad eclesial, tal y como la entendíamos anteriormente, al punto de exigirnos nuevas respuestas pastorales para el presente y sobre todo para el futuro.

5.- El 3 de setiembre de 2020, el cardenal Robert Sarah, entonces prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, dirigió una carta a los presidentes de las Conferencia Episcopales de todo el mundo, en la que señalaba, a raíz de lo que se estaba viviendo: “la comunidad cristiana nunca ha perseguido el aislamiento y nunca ha hecho de la Iglesia una ciudad con puertas cerradas. Formados en el valor de la vida comunitaria y la búsqueda del bien común, los cristianos siempre han buscado la inserción en la sociedad”.

6.- De esa forma, reconocía el cardenal la apertura y actividad constantes de la Iglesia, pues su vocación y misión están enfocadas a la búsqueda del bien común desde su acción evangelizadora. Por consiguiente, y en particular durante esta crisis, la Iglesia ha colaborado con las autoridades civiles para la buena disposición y cumplimiento de los protocolos sanitarios que pudieran ayudarnos a mitigar los contagios. De ahí, la decisión dolorosa y difícil -como lo describió en su carta el cardenal- de suspender prolongadamente la participación de fieles en la celebración de la Eucaristía. Sin embargo, la Iglesia nunca dejó de estar cerca y de buscar los medios posibles para garantizar su presencia maternal, máxime en circunstancias tan dramáticas, dolorosas e inéditas como lo han sido las de la pandemia.

7.- Ante este panorama, la Iglesia no dejó de celebrar especialmente la Eucaristía. Los sacerdotes hicieron presente a Cristo cada vez que celebraban el santo sacrificio. Se pudo, además, llegar a las personas a través de los medios tecnológicos, los cuales, como nunca antes, penetraron en el corazón de los fieles para establecer una gran cadena de oración. Esto, desde luego, puede suscitar, y es parte del desafío pastoral post pandemia, el acomodamiento a una situación que nos provoque la idea errónea de que no hace falta asistir presencialmente a la reunión de los hijos de la Iglesia entorno al altar. La celebración viva de la fe y el encuentro personal de la comunidad no pueden ser sustituidos por ningún medio, por más eficaz que sea. La Iglesia es experiencia real y tangible de una comunión visible y concreta entre quienes la conformamos como leemos en la Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis del Papa Benedicto XVI, número 8: “La Iglesia, con obediencia fiel, acoge, celebra y adora este don. El «misterio de la fe» es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar. Por tanto, también nosotros hemos de exclamar con san Agustín: «Ves la Trinidad si ves el amor»”.

8.- Del mismo modo, el desafío que enfrentó la acción social de la Iglesia, ante la escasa colaboración que podía dar, provocó la búsqueda de nuevas formas para llegar particularmente a quienes necesitaban y siguen necesitando la ayuda solidaria que se da por medio de la comunidad eclesial, y que, con motivo de la pandemia, la cantidad de requerimientos se incrementó, ante lo cual también había y hay que seguir respondiendo. Estábamos acostumbrados al mecanismo de la colecta que se daba y recibía presencialmente en los templos, o a otras ayudas materiales que también se hacían de forma presencial. Este desafío nos obligó a reinventarnos y a buscar alternativas para que la ayuda de la Iglesia no dejara de llegar particularmente a los más necesitados de siempre, y ahora a los nuevos afectados directamente por la pandemia. 

9.- De manera impactante, el 27 de marzo de 2020, el Papa Francisco, en un momento extraordinario de oración, celebrado en el atrio de la Basílica de San Pedro, dirigió a toda la humanidad una exhortación para volver nuestra mirada confiada a Dios. El Santo Padre estaba solo en las afueras de la Basílica, fueron solamente los medios de comunicación los que permitieron que todo el mundo acompañara al Papa, quien dijo: “No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere”. El Papa nos recordó la gran verdad de la necesidad de ser solidarios, de que no podemos solos y que hemos de hacer a un lado la autosuficiencia arrogante y sobrada.

10.- Por ello, con la certeza de que Dios no nos abandona, es momento de poner nuestra Iglesia, especialmente nuestra Iglesia diocesana, en sus manos. Con fe y confianza profunda, con ánimo y esperanza renovados, pero también con humildad, sintiéndonos todos y cada uno miembros de la Iglesia, expresemos: “Tú, Señor, eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla, y tú, nuestro alfarero: ¡todos somos la obra de tus manos!” (Isaías 64,7). Solo desde esta apertura de corazón podremos comprender que el Señor es quien nos guía hasta el final de los tiempos, y que nos conduce a la vida eterna, meta final que esperamos alcanzar después de todas las vicisitudes, pruebas y sufrimientos de este mundo transitorio. De esta forma lo ha expresado San Agustín en el Sermón 98 sobre la Ascensión del Señor: “Bajó, pues del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también con él por la gracia.

Capítulo I

Sin Cristo no hay Iglesia

“Dios puso todas las cosas bajo sus pies y constituyó a Cristo, por encima de todo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo y la Plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas”.

(Carta a los Efesios 1, 22-23).

11.- “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Él que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque sin mí, nada pueden hacer”, (Juan 15, 1-5). El Señor ha sido claro: sin estar unidos a Él, sin permanecer en Él, no podemos hacer nada. Él es el alma, el centro y la cabeza de la Iglesia. Nosotros somos los sarmientos que formamos la vid y la viña de la Iglesia.

12.- Esta unión vital y permanente con Cristo es la clave para dar fruto y, al mismo tiempo, lo es para que los sarmientos de la vid permanezcamos unidos continuamente al tronco que es el Señor. Él, como cabeza del cuerpo, con el cual se compara también a la Iglesia, es el punto de cohesión de toda la comunidad eclesial; Él es quien la mantiene unida, fortalecida y vitalizada. Él es quien comunica la savia de su gracia para mantenernos unidos, dispuestos y con la capacidad de dar fruto en el amor.

13.- Siempre, pero especialmente en el contexto de la pandemia, en el cual nos hemos sentido abatidos e incluso solos, es cuando más deberíamos reflexionar sobre el papel que jugamos como miembros de la Iglesia ¿En qué lo realizamos y cómo lo hacemos? ¿Cuál es nuestro compromiso y aporte concreto en medio de la realidad social y de la comunidad eclesial? Para ello, no podemos olvidar que es indispensable un verdadero encuentro personal con Jesucristo, que “gracias a la acción invisible del Espíritu Santo, se realiza en la fe recibida y vivida en la Iglesia. Con las palabras del papa Benedicto XVI, repetimos con certeza: ¡La Iglesia es nuestra casa! ¡Esta es nuestra casa! ¡En la Iglesia Católica tenemos todo lo que es bueno, todo lo que es motivo de seguridad y de consuelo! ¡Quien acepta a Cristo Camino, Verdad y Vida, en su totalidad, tiene garantizada la paz y la felicidad en esta y en la otra vida!” (Aparecida 246). Con la convicción de que Él es la piedra angular de nuestra vida y de nuestra fe (cfr. Hechos 4, 11), podremos asumir nuestro papel y compromiso en la Iglesia, sintiéndonos elegidos y enviados por parte del Señor, invitados a trabajar en su viña (cfr. Mateo 20, 1-16). La Iglesia es del Señor; nosotros somos miembros, instrumentos y colaboradores de la misma.

14.- “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gálatas, 2, 20). Partiendo de la centralidad y capitalidad de Cristo en la Iglesia, la anterior afirmación paulina debe hacernos entender que nuestra misión y actuación en la Iglesia es la de ser otros Cristos. El cristiano -llamado, elegido y enviado como discípulo-misionero- debe hacer presente la vida y la persona de Jesucristo, en la Iglesia y en el mundo, a manera de la sal y la luz por medio de su testimonio de vida (cfr. Mateo 5, 13-16).

15.- Vista la centralidad y capitalidad de Cristo en y para la Iglesia, es preciso entender ahora en qué consiste su identidad y misión en medio del mundo. Al respecto, el Papa Francisco nos dice: “La Iglesia no es una asociación asistencial, cultural o política, sino que es un cuerpo viviente, que camina y actúa en la historia. Y este cuerpo tiene una cabeza, Jesús, que lo guía, lo nutre y lo sostiene. Este es un punto que desearía subrayar: si se separa la cabeza del resto del cuerpo, la persona entera no puede sobrevivir” (Audiencia General 19 de junio de 2013). Si nos separamos de Cristo, ¿a quién iremos? (cfr. Juan 6, 68). Nosotros somos parte de ese cuerpo viviente que es la Iglesia, y como parte suya, hemos de estar íntimamente unidos a la cabeza, que es Cristo, para que se manifieste la identidad propia de la comunidad eclesial y, dentro de ella, cumplamos la misión y el compromiso que nos corresponde como exigencia de nuestro bautismo.

16.- Queda, entonces, claro que sin Cristo no hay Iglesia, pues Él es su cabeza y centro; y también nos resulta evidente que la identidad de nuestro ser y quehacer en la Iglesia depende de nuestra unión vital con el Señor, para tener fecundidad apostólica como fruto de la gracia y la fuerza que Él mismo da a los miembros de su cuerpo. Cuando el Señor está en medio nuestro, y cuando obedecemos a su palabra, entonces hay fruto y abundante pesca (cfr. Juan 21, 3-17). Recordemos y no olvidemos nunca que la obra es del Señor, por eso Él guía y sostiene a su Iglesia, Él es el que da fruto; nosotros somos instrumentos y colaboradores, no protagonistas indispensables.

17.- Unidos íntimamente a Cristo, cabeza de la Iglesia, estamos llamados a actuar y a servir en ella con verdadera esperanza, no solo para el momento presente, sino mirando al más allá, con espíritu trascendente y sobrenatural. A este propósito, el Papa Benedicto XVI nos decía en una de sus encíclicas: “A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar” (Spe Salvi, 30). Nuestra unión con Cristo y nuestra vida en la Iglesia sin duda están animadas por la virtud de la esperanza que nos impulsa a vivir en la fe y en el amor. Se trata de una esperanza que trasciende la realidad y el momento presente, para convertirse en un anhelo de eternidad que nos permita alcanzar “los cielos nuevos y la tierra nueva” (cfr. 2 Pedro 3, 13-15), lo que es lo mismo, “la Jerusalén celestial”, nuestra meta definitiva y final (cfr. Apocalipsis 21, 2).

18.- Todos, de alguna u otra forma, buscamos encontrar sentido a nuestra existencia, particularmente a nuestra vocación y misión en el mundo y en la Iglesia. Como personas de fe, estamos convencidos de que nuestros anhelos, ideales y aspiraciones solo pueden encontrar en el Señor Jesús su verdadera respuesta y plenitud. Para nosotros, como cuerpo de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo, no podemos avanzar, crecer y dar fruto si no tenemos la mirada puesta en Él. Nuestro desafío es centrarnos en Cristo: en su persona, mensaje y propuesta de vida. Por ello, ningún proyecto o acción eclesial podrán fructificar si no tienen al Señor como fuente, centro y fin.

19.- En el mundo y en la Iglesia tenemos pruebas, momentos y circunstancias de dificultad. A veces podríamos pensar que las tempestades, sean cuales sean, nos pueden superar y vencer, y que nuestras fuerzas son lo único con que contamos. Por ello, podríamos sentir disminuida nuestra fe y caer en la tentación de desanimamos. En esos momentos y situaciones, no debemos olvidar que Jesucristo calma “los vientos y las olas en la barca”, cuando nos acompaña a nosotros sus discípulos (cfr. Lucas 8, 22-25). Esta barca golpeada fuertemente es la Iglesia del Señor, pero su promesa de estar con nosotros y salvarnos permanece aún en medio de las dificultades. Porque sin Cristo no hay Iglesia, Él permanece fiel a su promesa de estar con nosotros siempre hasta el fin del mundo (cfr. Mateo 28, 20), particularmente ante las dificultades y los embates del mal, los cuales no prevalecerán contra la Iglesia (cfr. Mateo 16, 18).

20.- Desde el momento y realidad eclesial presentes, podemos preguntarnos: ¿Cómo será la Iglesia en treinta o cincuenta años? Podríamos vislumbrar algunos signos, pero francamente no podemos responder con certeza y exactitud. Sin embargo, algo sí tenemos seguro, y que debemos asumir ahora mismo con responsabilidad y convicción. En el momento presente, y en proyección a futuro, nos toca ineludiblemente cumplir con nuestra misión de bautizados, discípulos-misioneros, cimentados en Cristo como centro y cabeza de la Iglesia. Nos corresponde llevar la Buena Noticia con ardor y pasión, y ante todo mostrar un testimonio cristiano creíble y convincente, para que vean en nosotros el amor de Dios que nos ha sido dado en nuestros corazones, pues solo en el Señor hay verdadera esperanza para el futuro (cfr. Romanos 5, 5).

CAPÍTULO II

El compromiso y testimonio de los bautizados

“Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión”.

(Catecismo de la Iglesia Católica n. 1213).

21.- Para tomar consciencia de nuestra identidad cristiana y del compromiso testimonial que hemos de asumir, pues la fe es vida, conviene detenernos en lo que nos dice el apóstol Pablo: “¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Romanos 6,3-4; cfr. Colosenses 2,12). El mismo apóstol nos recuerda que lo antiguo ha pasado y que lo nuevo ha comenzado (cfr. 2 Corintios 5, 17), pues el bautizado es una creatura nueva redimida en Cristo. El encuentro personal con Señor, y la participación en su misterio pascual, supone una novedad radical, al punto de que no se puede ser la misma persona de antes, como lo expresó San Agustín en un Sermón en la Octava de Pascua: “Ésta es precisamente la eficacia del sacramento: se trata en efecto, del sacramento de la vida nueva, la cual empieza en el tiempo presente por el perdón de todos los pecados pasados, y llegará a su plenitud en la Resurrección de los muertos”.

22.- Esta novedad de la vida cristiana debe ser visiblemente testimoniada en el mundo y delante de los demás. La fe no puede ni debe quedar en el ámbito de lo privado e íntimo, pues es una experiencia viva que está llamada a compartirse con los demás. El sello de nuestra identidad cristiana ha de ser visible en todos los momentos y circunstancias de nuestra vida, razón por la cual el cristiano debe marcar la diferencia donde esté y en lo que haga, porque no es uno más, ni mucho menos alguien asimilado o acomodado al mundo. Por ello, el Señor Jesús nos dice y desafía claramente “Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria al Padre que está en los cielos” (Mateo 5, 16-18). Y puesto que la fe cristiana es vida y testimonio, el apóstol Santiago nos recuerda que no hay fe sin obras (cfr. Santiago 2, 14.17). Sin testimonio, no hay fe, diríamos también. Fe, vida y testimonio siempre habrán de estar juntos en nosotros los creyentes, pues la fe no puede ir por un lado y nuestra vida por otro. Debe haber armonía y coherencia testimonial; sólo así será creíble y auténtica nuestra vida cristiana.

23.- En mi anterior Carta Pastoral, Somos piedras vivas, en su número 35, decía: “En una sociedad en la cual prevalece el individualismo a todo nivel, donde las ofertas doctrinales e ideológicas están a la orden del día, el primer peligro que se corre es perder la identidad, personal y comunitaria; de ahí que hoy nos encontremos con muchos bautizados que ‘coquetean’ con otro tipo de doctrinas y prácticas que riñen esencialmente con el Evangelio de Jesucristo”. Hoy es el momento para que los bautizados mostremos, sin titubeos ni acomodos, nuestra fidelidad a Cristo, sobre todo en momentos y circunstancias que nos exijan claridad, definición y valentía. El testimonio no puede ser ambiguo o débil, sino todo lo contrario, ha de ser claro y firme.

24.- La misión de la Iglesia, y dentro de ella, la vocación de todo cristiano, en particular de los laicos, será “impregnar y perfeccionar con el espíritu evangélico el orden de las realidades temporales” (Apostolicam actuositatem 5). Esta enseñanza del Concilio Vaticano II pone de manifiesto la amplitud del campo testimonial que tenemos los cristianos para dar razón de nuestra fe, pues la vivencia de ésta no se limita a espacios cultuales o a momentos esporádicos, sino que se trata de una experiencia que debe abarcar toda la vida, todos los ambientes y todos los momentos de nuestra existencia. La familia, el trabajo, la comunidad propia, el centro de estudios, el ambiente eclesial y la vida social o temporal, en general, serán los lugares en los que particularmente deberíamos testimoniar y hacer visible nuestra identidad cristiana y nuestro testimonio de fe. De esta forma, el cristiano, como luz del mundo, será la lámpara que no se esconde u oculta, sino que se pone en alto para que ilumine (cfr. Mateo 5, 14-15).

25.- Como parte muy importante del testimonio de nuestra condición de cristianos bautizados, tenemos especialmente la contribución que hemos de dar a la unidad y comunión de la Iglesia, en perspectiva de transformación de la realidad. Recordemos que somos un cuerpo y una comunidad visible; como pueblo de Dios vivimos unidos en virtud de la acción y a imagen de la Trinidad (cfr. Lumen Gentium, 4). Somos una comunidad que aporta al presente de nuestro mundo, pero que está en camino, en peregrinación hacia la meta final. En este recorrido, habrá de relucir nuestro testimonio de bautizados; tendrá que hacerse visible nuestra particular identidad cristiana. Al respecto, el Papa Francisco nos dice: “El bautismo permite a Cristo vivir en nosotros y a nosotros vivir unidos a Él, para colaborar en la Iglesia, cada uno según la propia condición, en la transformación del mundo. Recibido una sola vez, el lavado bautismal ilumina toda nuestra vida, guiando nuestros pasos hasta la Jerusalén del Cielo” (Audiencia General 11 de abril de 2018).

26.- Como se ha dicho anteriormente, y queda claro desde el nuevo testamento, el bautismo nos identifica con la persona de Jesucristo; imprime en nosotros su imagen, y particularmente nos introduce de lleno en su misterio pascual (cfr. Romanos 6, 4; Colosenses 2, 12). Por ello, gracias al don inmenso del bautismo, podríamos decir, a viva voz, con San Pablo que “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2, 20). Nuestra vida cristiana y el testimonio que debe surgir y ser expresión de ella, han de ser entonces una presencia e imagen viva de la persona, mensaje y propuesta de vida de Jesucristo. Este es el gran reto y desafío que tenemos, si de verdad asumimos nuestra fe con seriedad, responsabilidad y generosidad. Este fue el aporte seminal y testimonial de la primera comunidad cristiana, pues su modo concreto y palpable de vivir provocaba impacto y admiración entre las gentes (cfr. Hechos 4, 32-37). Convencidos de esto, ojalá que quienquiera que tenga contacto con nosotros pueda decir con alegría y asombro ¡este es un cristiano!, “ya que, es más fácil que el sol no caliente y no alumbre, que no que deje de dar luz un cristiano. Más fácil que esto sería que la luz fuese tinieblas”. (De las Homilías de San Juan Crisóstomo, Obispo sobre los Hechos de los Apóstoles. Homilía 20).

27.- No hay duda que la pandemia ha sido una dura y exigente prueba para todos. Nos ha dolido y costado todo lo que hemos vivido hasta al momento. Sin embargo, desde la fe, hemos de ver y asumir esta situación inédita y difícil con esperanza. Vista y asumida así, será una oportunidad providencial para crecer y madurar, para ayudar a otros y ser más solidarios, para aprender de las pruebas y dificultades que son parte de nuestra vida y de nuestra fe, en una palabra, una oportunidad para ser mejores. Por consiguiente, nuestra condición de bautizados no nos permitiría quedarnos inmóviles y sin acción, por el contrario, con la confianza en el Señor, que vive y actúa en medio nuestro, nos sentimos impulsados a iluminar aquellas oscuridades que aparecen en nuestras vidas o en la vida de otros.

28.- Pidiendo a Dios con fe el fin de la pandemia, los bautizados somos la comunidad fraterna que se moviliza y actúa en favor de los demás. Como Jesús, hemos de pasar por este mundo haciendo el bien (cfr. Hechos 10, 38), pues si alguien sufre, nosotros hemos de dar y compartir consuelo a través de una caridad activa. Como expresó el Papa Benedicto XVI, en el Ángelus del 10 de enero de 2010: “Del Bautismo deriva también un modelo de sociedad: la de los hermanos. La fraternidad no se puede establecer mediante una ideología y mucho menos por decreto de un poder constituido”. La caridad y la fraternidad deben surgir del encuentro personal transformante que tengamos con Jesús, el buen samaritano (cfr. Lucas 10, 25-37), y que debe plasmarse en la cotidianidad de la comunidad eclesial, empezando por las necesidades más apremiantes y a las cuales no podemos volver la mirada.

29.- De este modo, de frente al enorme desafío que tenemos de la reconstrucción de la sociedad mundial, tras las consecuencias que aún vivimos por la pandemia provocada por el COVID-19, estamos llamados a anteponer nuestra condición de cristianos, bautizados y hermanos, para hacer de este mundo un mundo, una sociedad y una Iglesia mejores. Estamos llamados a transformar y reconstruir la realidad postpandemia y nos sentimos impulsados a hacerlo con la esperanza del Evangelio, con la vitalidad de la fuerza de Dios y con el compromiso de nuestra parte como discípulos-misioneros que aportamos al mundo la novedad radical del acontecimiento de Jesucristo, como lo ha señalado la Pontificia Academia para la Vida “ahora, más que nunca, en esta terrible coyuntura, estamos llamados a tomar conciencia de esta reciprocidad sobre la que reposan nuestras vidas. Darse cuenta de que cada vida es una vida común, es la vida de unos y otros, de unos y otros”. (Pandemia y fraternidad universal. Nota sobre la emergencia COVID-19, 30 de marzo de 2020).

30.- Decía nuestro patrono diocesano, San Carlos Borromeo que “las almas se conquistan de rodillas”. Para que no sea vacía y sin alma, nuestra acción caritativa y fraterna debe tener como fuente la oración. Por medio de la oración y la penitencia, a semejanza de San Carlos, tendremos la inspiración y motivación para hacer vida el Evangelio en medio de las realidades y situaciones apremiantes que viven los pobres. No podemos orar sin actuar caritativa y fraternalmente desde la fe. Esta conjunción y armonía será propia de un creyente maduro y comprometido en su fe.

31.- No faltaron antes, y lamentablemente no faltan también hoy en día, algunos que creen que pueden silenciar a Dios y a los cristianos en medio del mundo. Si así fuera, no obstante, como dice el Señor, las piedras gritarán (cfr. Lucas 19, 40). En medio del secularismo, tenemos que proclamar a Dios. Ante las ideologías que quieren erradicar los valores cristianos, tenemos que proclamar a Dios. Cuando el desánimo parece ganarnos, proclamemos a Dios. Por ello, como nos diría el Papa Francisco, “¡No nos dejemos robar la esperanza!” (Evangelii gaudium, 86).

CAPÍTULO III

“El sacerdocio es el amor del corazón de Jesucristo”, San Juan María Vianney

“Porque el estilo de cercanía -afirmó el Sucesor de Pedro- es el estilo de Dios: un estilo de compasión y ternura. No cierren el corazón a los problemas (y verán muchos). Acompañen a la gente en sus problemas”.

(Papa Francisco, Homilía 25 de abril, 2021, 58 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones).

32.- No podría faltar una palabra de reconocimiento, gratitud y estímulo a los sacerdotes que se han entregado fielmente a su ministerio, especialmente en medio de los retos y dificultades que ha supuesto la pandemia. Al inicio de la misma, en lo más duro del confinamiento, sin la posibilidad de celebrar la Misa presencialmente con el pueblo, allí, en el silencio de la parroquia, de las casas curales, capillas, y también, a través del uso de dispositivos tecnológicos, mantuvieron y difundieron fielmente la celebración eucarística diaria, para que no faltara el acercamiento y el alimento para el pueblo de Dios. De verdad que, en esas circunstancias, se cumplió la palabra del Señor, particularmente en cada momento en que se celebró la Misa: “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20).

33.- Debo destacar y agradecer los múltiples esfuerzos que muchos sacerdotes hicieron para poder sostener los gastos de las parroquias, o las ayudas a los más necesitados, urgencias que proliferaron con el golpe de la pandemia. Claro que el pueblo fiel y personas de buena voluntad estuvieron siempre a su lado con su aporte y solidaridad generosos, incluso desde su misma pobreza y limitación. Pero la animación y la caridad pastoral de los sacerdotes, entregados a su vocación, los llevó a aprender otras tareas y buscar nuevas respuestas, incluso como verdaderos emprendedores. Todos esos esfuerzos y detalles muestran que ser sacerdote es amar con el corazón de Cristo, como lo decía San Juan María Vianney, el cura de Ars. Lo propio de nuestra vocación sacerdotal es la caridad pastoral, que no consiste simplemente en dar algo, sino en darse con todo nuestro impulso espiritual y con nuestras fuerzas físicas; darse y desgastarse, según enseñaba también el apóstol de los gentiles (cfr. 2 Corintios 12, 15).

34.- Nuestro sacerdocio no es para nosotros, sino para la Iglesia y sus miembros. Es un don maravilloso que hemos recibido del Señor para darlo y compartirlo. Al respecto, el Papa Francisco nos dice: “El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos” (Evangelii gaudium, 104). La entrega sacerdotal es sin horario ni condiciones; sin excusas ni pretextos; sin cálculos ni ventajas; sin búsqueda de confort o privilegios. Si la lógica de Jesús de ser el servidor, el último y el esclavo de todos (cfr. Marcos 10, 44-45), es para todo cristiano, cuánto más lo será para el sacerdote que es imagen viva de Cristo y que actúa en su misma persona, pues, a semejanza del Señor, no está para ser servido, sino para servir y dar la vida. Durante esta pandemia, hemos visto la entrega sacerdotal para con los enfermos, con los necesitados de pan material y espiritual, con quien necesitaba una palabra de aliento y esperanza, o simplemente ser escuchado. Conforme se pudieron disminuir las medidas sanitarias, de manera más abierta, esta cercanía se puso de manifiesto por medio de la administración de los sacramentos con los que la Iglesia acompaña a sus fieles en todo momento, sobre todo en los más difíciles y angustiantes.

35.- Asimismo, hemos visto la creatividad de los sacerdotes para mantener viva la fe en sus comunidades parroquiales, en medio de las situaciones inéditas que nos deparó la pandemia. Esa misma creatividad es la que se requiere hoy y siempre para avanzar en la conversión pastoral, en el espíritu misionero y en el impulso eclesial. Esta es una tarea fundamental del sacerdote que ha sido puesto al frente de una comunidad cristiana, y ha de hacerlo a través de la búsqueda de un encuentro personal permanente con Aquel que le ha llamado a ser Buen Pastor, según su propio Corazón, y por cuyo testimonio de vida y ministerio, encamine a los fieles, al encuentro personal con Jesucristo, para que asuman su condición y compromiso de discípulos-misioneros. Recordemos con Aparecida que “el Pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros-discípulos: que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración; de presbíteros-misioneros; movidos por la caridad pastoral: que los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su Obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos; de presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la reconciliación”, (Aparecida, 199).

36.- Decía San Agustín que “de las buenas ovejas salen los buenos pastores” (sermón sobre los pastores). Para que tengamos sacerdotes, de los cuales tiene mucha necesidad nuestra diócesis en estos momentos, es indispensable la oración y la promoción de las vocaciones, tarea y responsabilidad que nos corresponde a todos en la Iglesia (cfr. CIC c. 233). Recordemos que cada sacerdote ordenado es tomado de entre los hombres para servir a los hombres (cfr. Hebreos 5, 1); por consiguiente, de nuestras familias cristianas y de nuestras comunidades eclesiales vivas, dinámicas y maduras deberían surgir las vocaciones en general, y en particular al sacerdocio, que necesita tanto la Iglesia. Para una familia o comunidad parroquial, ofrecer un sacerdote a la Iglesia será sin duda un signo de madurez en la fe y de fecundidad apostólica.

37.- Los tiempos han cambiado y se han vuelto más exigentes para el sacerdote de hoy. Una prueba inmediata en este sentido ha sido la pandemia. En esos contextos, y en otros también, no pocas veces surge el cansancio sacerdotal, como parte de la actividad y del darse que hemos comentado anteriormente. El sacerdote ciertamente es un consagrado y la eficacia de su ministerio depende no de él, sino de la gracia de Dios. Pero antes de ser un ordenado, el sacerdote es un hombre, el cual se cansa, se enferma, sufre y tiene también pruebas y dificultades como los demás. Para cuidar su vocación e ir creciendo en identidad y madurez sacerdotal, es preciso recordar la necesidad y la eficacia de la oración, y evitar así la tentación del activismo y del desgaste sacerdotal. “A los sacerdotes de hoy, tan fácilmente atraídos por la eficacia de la acción y tan fácilmente tentados por un peligroso activismo, ¡cuán saludable es este modelo de asidua oración en una vida íntegramente consagrada a las necesidades de las almas!”, (San Juan XXIII, Sacerdotii nostri primordia, II. Oración y culto eucarístico).

38.- En medio de las circunstancias y exigencias actuales, con todo lo que nos ha dejado ya y nos dejará la experiencia de la pandemia, veo con esperanza un sacerdocio renovado, más comprometido y entregado; más cercano y sensible con el pueblo santo de Dios. Un sacerdocio que se ha preparado y acrisolado, en medio de las dificultades del mundo, para responder de una forma más integral, con grandeza de corazón y caridad pastoral, a tantas necesidades que tiene la Iglesia y la sociedad de hoy.

39.- Para que todo esto sea posible en la Iglesia y con nuestros sacerdotes, así como lo hace ya, el pueblo santo de Dios sabrá rogar al dueño de la mies para que envíe trabajadores a su mies (cfr. Lucas 10, 2). Son tiempos cuyas necesidades y retos nos piden clamar al cielo para que el Señor nos envíe pastores buenos, santos y verdaderamente comprometidos con la causa del Reino y de la Iglesia. Estamos convencidos de que el Señor es fiel y escuchará nuestra plegaria si la hacemos con fe, confianza e insistencia.

40.- Junto con la oración por las vocaciones y por la santificación de los sacerdotes, no podemos olvidar el amor y la cercanía de nuestro pueblo por sus pastores. Con mirada de fe, los fieles descubren y reconocen que ellos son hombres de Dios y para Dios; pero, al mismo tiempo, son conscientes de que son seres humanos que necesitan afecto, estímulo, gratitud y cercanía. Cuántas manifestaciones de amor, respeto y veneración de nuestros fieles para con nosotros sus sacerdotes. Damos gracias al Señor por este regalo y bendición que nos impulsa y motiva a una mayor entrega, compromiso y vivencia de nuestro ministerio. El regalo inmenso de la vocación y la generosidad de nuestro pueblo nos motivan a seguir entregando nuestra vida con alegría y amor.

CAPÍTULO IV

Iglesia en misión permanente

“Jesús les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?»”.

(Marcos, 4, 40).

41.- La misión encomendada por Jesucristo a la Iglesia no se ha detenido en medio de la pandemia. Por el contrario, nuevos desafíos y exigencias han surgido para llevar adelante el mandato del Señor de ir por el mundo para hacer de todos los pueblos sus discípulos y bautizarlos en el nombre Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cfr. Mateo 28, 19). Hemos dicho que, desde la fe, leemos e interpretamos la coyuntura de esta crisis sanitaria mundial como una oportunidad de revisión y renovación de nuestra acción evangelizadora y pastoral. El Papa Francisco ha reiterado en varias ocasiones que “hemos de salir mejores de esta crisis”.

42.- Si damos una mirada histórica a la misión de la Iglesia en el mundo, particularmente en nuestro país -lo cual hemos reflexionado últimamente con motivo del bicentenario de la independencia- llegamos a la conclusión de que, sin duda, el papel de la Iglesia ha sido determinante en ámbitos de la vida nacional como la educación, la cultura, la salud, el desarrollo social e incluso político. Es indiscutible el aporte e incidencia de la Iglesia en la conformación de la identidad nacional. Por ello, hoy más que nunca debe prevalecer la actuación de una Iglesia dialogante con el mundo y la cultura, en búsqueda del bien común y del bienestar integral de la persona humana.

43.- En el cumplimiento de su misión, la Iglesia tiene una innegable incidencia social, pues su acción propia se desarrolla en medio de la realidad humana como concreción del misterio de la Encarnación. La Iglesia actúa siempre “aquí y ahora”, dondequiera que esté presente y en el momento que corresponde. Por ello, el Papa Francisco nos dice: “Si bien la Iglesia respeta la autonomía de la política, no relega su propia misión al ámbito de lo privado. Al contrario, no puede ni debe quedarse al margen en la construcción de un mundo mejor ni dejar de despertar las fuerzas espirituales que fecunden toda la vida en sociedad” (Fratelli tutti, número 276).

44.- Dado que la misión de la Iglesia se desarrolla en el espacio y en el tiempo, de manera visible, pública y externa, tendiente a responder a los desafíos y necesidades de las personas de todos los tiempos, es preciso una constante renovación de su acción evangelizadora; de allí el aforismo clásico “Ecclesia semper reformanda est”. En este sentido, y desde nuestra realidad latinoamericana y del Caribe, el 9 de marzo de 1983, San Juan Pablo II, en Puerto Príncipe, Haití, se dirigía así en la apertura de la XIX asamblea general del Consejo Episcopal Latinoamericano: “La conmemoración del medio milenio de evangelización tendrá su significación plena si es un compromiso vuestro como obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de reevangelización, pero sí de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”.

45.- Siempre en el contexto de la necesaria renovación de la Iglesia, para el cumplimiento de su misión, en la Explanada del Santuario de Aparecida, Brasil, el VI Domingo de Pascua,13 de mayo de 2007, el Papa Benedicto XVI decía en su homilía que para cumplir ese compromiso de la nueva evangelización debíamos ser “discípulos fieles, para ser misioneros valientes y eficaces”. Era el marco de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que dejó también grandes retos hace casi tres lustros. La Iglesia es misión, y está conformada por discípulos-misioneros apasionados por el Evangelio e impulsados por el Espíritu para cumplir la misión en el mundo (cfr. Aparecida, número 31).

46.- Esta misión, a la que estamos llamados todos los bautizados y confirmados, debe entenderse así, para todos, pues es de la única misión de Cristo de la cual participamos. No es para algunos, no es solo para los sucesores de los apóstoles, no es solo para quienes se consagran al Señor en el orden sacerdotal o la vida consagrada, no es solo para laicos comprometidos. Si todos nos entendemos y reconocemos como parte activa y comprometida de la Iglesia, podremos entonces cumplir con este mandato.

47.- El cumplimiento de la misión de la Iglesia, y su renovación constante, definitivamente han de partir desde cada una de las Iglesias particulares “en las cuales y desde las cuales existe la Iglesia católica una y única” (CIC c. 368). Por ello, como dice el magisterio episcopal latinoamericano y del Caribe: “Cada Diócesis necesita robustecer su conciencia misionera, saliendo al encuentro de quienes aún no creen en Cristo en el ámbito de su propio territorio y responder adecuadamente a los grandes problemas de la sociedad en la cual está inserta. Pero también, con espíritu materno, está llamada a salir en búsqueda de todos los bautizados que no participan en la vida de las comunidades cristianas” (Documento Conclusivo, V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, número 168).

48.- Como hemos dicho arriba, la prueba y la dificultad forman parte de la vida de la Iglesia, pero, ante esta realidad, es preciso caminar y retomar la misión con ánimo renovado, pues la Iglesia y la obra es del Señor. Superando todo desánimo y derrotismo, vivimos de la certeza de que el Señor guía y alienta a su Iglesia, que nos acompaña y camina con nosotros hasta el final. Que resuenen en cada uno, pues, las palabras del apóstol a su discípulo: “Pelea el buen combate de la fe, conquista la Vida eterna, a la que has sido llamado y en vista de la cual hiciste una magnífica profesión de fe, en presencia de numerosos testigos” (1 Timoteo 6, 12). En esta dinámica de misión y renovación, a propósito del nuevo ánimo que debemos tener, en mi VII Carta Pastoral, Somos piedras vivas, delineaba una serie de retos para ser una Iglesia que “primerea”, es decir, que está en permanente salida, con un rostro que presenta la misericordia del Señor al mundo entero.

49.- El gran desafío es que la Iglesia, concretamente la diócesis, permanezca activa en el proceso evangelizador, el cual abarca, de forma simultánea, tres momentos. El momento de actitud constante de misión (contacto con los que no participan de la comunidad eclesial, con los no creyentes y con los bautizados no practicantes). El momento del proceso permanente de la Iniciación Cristiana (para los convertidos que desean adherirse a Jesucristo y los bautizados que desean profundizar su fe). Y el momento de la vida pastoral (para los que son parte activa de la comunidad eclesial y urgen de un acompañamiento y formación permanente). Por consiguiente, “desde esta certeza de la esperanza que no defrauda, ante todo gritar al mundo que los creyentes en Dios, discípulos misioneros de Jesucristo, llenos de la fuerza del Espíritu Santo, creemos firmemente que somos mucho más que la materialidad a la que esta sociedad de mentalidad mercantilista, utilitarista, consumista y de apariencias, nos intenta inclinar día a día” (Somos piedras vivas, número 106). 

50.- Valientes y decididos, hemos de ser verdaderos discípulos-misioneros en este mundo y sociedad, que a veces nos quieren relegar al ámbito de lo privado, que tratan de desaparecer la huella de Dios en el tiempo y el espacio de nuestra realidad histórica pasada y presente. Si por nuestra parte nos ocultamos, no podríamos hacer visible la misión que el Señor ha querido que nosotros cumplamos en la Iglesia y en el mundo con la fuerza de su Espíritu. Por tanto, Jesús espera nuestra respuesta decidida, con fe firme y esperanza renovada. Somos y hemos de ser verdaderos testigos.

51.- Ciertamente, como hemos dicho, la realización de la misión de la Iglesia se lleva adelante en el espacio y el tiempo, en un aquí y un ahora; sin embargo, esta misión trasciende esta realidad presente y se proyecta a su plenitud, pues “a la identidad y misión de la Iglesia en el mundo, según el proyecto de Dios realizado en Cristo, corresponde una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente. Precisamente por esto, la Iglesia ofrece una contribución original e insustituible con la solicitud que la impulsa a hacer más humana la familia de los hombres y su historia y a ponerse como baluarte contra toda tentación totalitaria, mostrando al hombre su vocación integral y definitiva” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, número 51).

52.- De esta manera, con el impulso y la fuerza que vienen de Dios, la Iglesia, presente en el mundo y en medio de la humanidad, está llamada a cumplir su misión que lleva al entendimiento de que una patria futura nos espera, en la que participaremos de los cielos nuevos y de la tierra nueva como coronamiento de todo nuestro peregrinar, (cfr. 2 Pedro 3, 13-15; Apocalipsis 21, 1).

CAPÍTULO V

Conocer-Escuchar, Iluminar-Discernir y Decidir-Actuar en nuestra realidad diocesana

“La verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia, y sin Él nada podemos hacer (cfr. Jn 15,1-5)”.

(Lumen Gentium, 5).

53.- Reconocemos que la pandemia vino a cuestionar y desajustar todo aquello que dábamos por hecho, que creíamos que solo se podía hacer de una manera y que siempre íbamos a poder tener a nuestro alcance, por ello, y, así las cosas, nos resulta necesario aplicar los principios pastorales del Conocer-Escuchar, Iluminar-Discernir y Decidir-Actuar. Nos hemos convencido de que la realidad es otra y, empezamos a ver situaciones que nunca imaginamos, como no poder celebrar la Eucaristía con nuestros fieles, ver cerrados los templos de golpe o ni siquiera celebrar algunos sacramentos que de ordinario vivíamos como la confesión o el bautismo, suspensión de reuniones, encuentros, catequesis y otras actividades habituales del quehacer pastoral eclesial.

54.- El 15 de agosto de 2020, en la Fiesta de la Asunción de la Virgen María, el arzobispo de Valencia, cardenal Antonio Cañizares, decía: “la ciencia y la técnica no son suficientes”, al referirse al enfrentamiento de la pandemia. Con claridad expresó ante este mal: “hay que poner la confianza en Dios”. Aun reconociendo las bondades y ventajas de la ciencia y la tecnología, no podemos ceñirnos a su eficacia y a sus resultados. La misión de la Iglesia va mucho más allá de lo tangible e inmanente. Ella es una realidad misteriosa y sacramental que solamente se sostiene en Dios, pues, como lo hemos dicho reiteradamente, es la viña y la obra del Señor, en la cual nosotros somos instrumentos y colaboradores en manos suyas.

55.- Por ello, la clave para nuestro quehacer eclesial es poner nuestra confianza en Dios. Sin Él nada podemos hacer (cfr. Juan 15, 5). Sin su gracia, providencia y fidelidad la Iglesia no se sostendría a través del tiempo. Recordemos, no somos protagonistas, sino instrumentos y colaboradores de Dios. Por tanto, una Iglesia que confíe constante e indefectiblemente en su Señor, será una Iglesia que puede proponer al mundo el mensaje del Evangelio, que lleva a la vivencia de fe, la esperanza y el amor a todos quienes estén dispuestos a escucharlo. Con la confianza puesta en Dios y no en sus medios o posibilidades, la Iglesia se presenta como servidora de la humanidad y de la sociedad, pues es portadora de un mensaje y una vida que no son suyos, sino de Dios para el mundo y su salvación.

56.- En mi III Carta Pastoral Si se aman, conocerán que son mis discípulos, número 38, decía: “La antropología cristiana permite un discernimiento de los problemas sociales, para los que no se puede hallar una solución correcta si no se tutela el carácter trascendente de la persona humana, plenamente revelado en la fe”. En este sentido, la Iglesia no solo busca el bien y el desarrollo integral de la persona humana en el momento presente, sino que, ante todo, inspirada fundamentalmente en su carácter religioso y trascendente, busca y trabaja por la salvación de las personas, finalidad que supera la realidad y actividad espacio temporales. Por ello, la Iglesia es sacramento de salvación (cfr. Lumen Gentium 1, 8, 9, 48; Sacrosanctum Concilium 5).

57.- Conscientes de esta misión salvífica esencial de la Iglesia, cada vez es más necesario recuperar en las personas el sentido de trascendencia y esperanza de salvación, pues no vivimos para este mundo, y con la muerte no se acaba nuestra existencia total. Visiones o ideologías inmanentistas y materialistas, sobre todo con mayor fuerza en la actualidad, niegan esta dimensión y destino final de la persona humana. Estamos de paso y cumpliendo una misión en este mundo; vamos en camino hacia el destino glorioso y salvífico final. Todo ser humano está llamado a esta realidad, pero de manera especialísima el bautizado, hecho hijo de Dios por adopción y redimido en Cristo. La Iglesia, como sacramento de salvación, ha de proclamar y testimoniar sin cesar esta verdad última y definitiva.

58.- Contemplemos y meditemos con el Salmo 8, 4-7: “Al ver el cielo, obra de tus manos, la luna y la estrellas que has creado: ¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y esplendor; le diste dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies”. Poéticamente queda plasmado el proyecto amoroso de Dios con toda la creación, el cual tiene al ser humano como su centro y corona, y como tal, está llamado a la plenitud que solamente Dios le puede dar más allá de esta vida.

59.-. La plenitud del plan amoroso y salvífico de Dios la Iglesia lo va gestando desde el momento y las circunstancias presentes. Hay que responder con acciones concretas y compromiso efectivo a los diferentes desafíos de la realidad presente, sobre todo con lo que nos ha dejado y está dejando la pandemia en este sentido. Justo el año pasado, en medio de la crisis sanitaria, decía en mi VII Carta Pastoral, Somos piedras vivas, número 43, que: “En una sociedad tan líquida, como en la que nos ha correspondido vivir nuestra fe, es urgente, para lograr una verdadera identidad eclesial -afectiva y efectiva- que asumamos en nuestra diócesis una formación integral, kerigmática y permanente”. Sin formación permanente en la fe no podemos cumplir nuestra misión; no podríamos caer en cuenta de las situaciones ante las cuales hemos de ser sensibles, diligentes y comprometidos como cristianos y miembros de la Iglesia. Y esto se hace o no desde la particularidad de nuestra Iglesia diocesana donde nos ha correspondido vivir y actuar.

60.- Cuán necesaria es esta formación para la acción y la misión, en medio de una sociedad que promueve las cosas fáciles, “las verdades a medias” y que da la espalda a lo trascendente; que pregona la ideología de género como el adelanto más versátil, pero que desvirtúa una verdadera antropología del ser humano desde el punto de vista natural y religioso. Nuestra Iglesia particular debe formarse e identificarse en y con el Evangelio, por medio de una adecuada catequesis y procesos permanentes de profundización en la fe, no solo para crecimiento personal y comunitario, sino como requisito eclesial indispensable para responder a las cuestiones y situaciones actuales más desafiantes y urgentes.

61.- Mirando a la realidad actual, común a nuestro mundo, durante este tiempo de crisis inédito, nuestra Diócesis ha visto incrementar las necesidades materiales de las personas más vulnerables, algunas que perdieron el trabajo, familias que viven en pobreza o pobreza extrema, o que también vivieron situaciones dolorosas por la enfermedad del COVID-19 y lamentables pérdidas de seres queridos a causa de la misma. En un esfuerzo de los equipos de pastoral social, el apoyo desinteresado de empresas, la ayuda siempre generosa de los fieles y personas de buena voluntad, el apoyo y presencia de la Iglesia diocesana no dejó de llegar, por el contrario, durante varios meses se duplicaron o triplicaron las ayudas de diarios en nuestro territorio diocesano. Esto hablando de lo material, y si volvemos la mirada a lo espiritual, no podemos dejar de lado la valiente y generosa actividad de los sacerdotes en el cumplimiento de su misión pastoral, no obstante, las restricciones y peligros a causa de la enfermedad. La cercanía y maternidad de la Iglesia siempre han estado presentes, y lo deben estar más en tanto y cuanto son más difíciles y apremiantes las circunstancias y exigencias.

62.- Esta es precisamente la respuesta de fe que, ante los problemas o situaciones concretas de dificultad, los hijos de la Iglesia somos capaces de generar y motivar hacia otros para llegar a tender la mano a quien lo necesita, pues no se trata simplemente “del otro”, sino del prójimo y del hermano en quien descubrimos a Jesús (cfr. Mateo 25, 31-46). Por ello, “la Iglesia sabe bien que ninguna realización temporal se identifica con el Reino de Dios, pero que todas ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo anticipar la gloria de ese Reino, que esperamos al final de la historia, cuando el Señor vuelva. Pero la espera no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida social, nacional e internacional”, (San Juan Pablo II, Sollicitudo rei sociales, número 48).

63.- Con preocupación, muchos fieles también hicieron ver la necesidad que tenían del alimento del pan de vida en la Eucaristía; hubo hasta molestia con las restricciones sanitarias que la Iglesia apoyó en todo el mundo y que, también, en nuestra Diócesis tuvieron especial observancia. Debemos entender que la Iglesia es promotora y garante de la vida en todas sus etapas, y que las medidas en favor de la salud siempre serán defendidas, aunque esto implique un sacrificio.

64.- Cuando todavía la pandemia nos golpea, con especial fuerza en nuestro territorio diocesano, el surgimiento de colaboradores para la aplicación de protocolos sanitarios y la atención a los fieles que se iban acercando a los templos, fue también respuesta de la caridad cristiana que nos exige como Iglesia. Ha sido y es admirable la labor de tantos laicos comprometidos que supieron adaptarse a las nuevas circunstancias e incluso, proponiendo de manera creativa posibles soluciones para que cada vez más personas pudieran llegar a nuestros templos. 

65.- Nuestra Iglesia diocesana ve con dolor y preocupación cómo en la Región Huetar Norte, producto del impacto de la pandemia, 20.000 personas aproximadamente perdieron su trabajo (según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos y del Ministerio de Trabajo). De ahí lo que apuntábamos de la necesaria ayuda material y de atención integral que entre todos podemos promover en la sociedad. No debemos perder de vista el esfuerzo de todos para trabajar por el bien común. Esta es una tarea irrenunciable para la Iglesia.

66.- Del mismo modo, la situación vergonzosa de la brecha digital que golpea a nuestra zona nos debe poner en camino de buscar soluciones. Según el Ministerio de Educación Pública, 60.989 estudiantes no tienen conectividad. En regiones como Los Chiles, solo 15 de cada 100 estudiantes tienen acceso a internet. Y así en Río Cuarto, Guatuso, Sarapiquí y San Carlos los porcentajes de conectividad llegan al 30%, 40% o 50% en lo que es San Carlos. Ni qué decir sobre la baja cantidad de estudiantes que apenas cuentan con dispositivos. En Los Chiles apenas un 27%, Río Cuarto, 40%, Sarapiquí, 54%, Guatuso, 56% y San Carlos 59%. 

67.- No obstante, esos y otros indicadores, desde la Iglesia, en plena pandemia, se abrió la Escuela Bilingüe del Agro, ubicada en Santa Clara. Creemos que solo con una educación adecuada, accesible y de calidad podemos ir formando de modo integral a las nuevas generaciones. “Una buena educación escolar en la temprana edad coloca semillas que pueden producir efectos a lo largo de toda una vida” (Papa Francisco, Laudato si’, 213). Con esta inspiración nace esta Escuela que refuerza el trabajo de varias generaciones del Colegio Agropecuario y también las más de dos décadas de la Parauniversitaria Escuela Técnica, Agrícola e Industrial.

68.- Del mismo modo, este 2021 se cumplieron 65 años del Colegio Diocesano Padre Eladio Sancho, el cual ha aportado generaciones de personas formadas con excelencia académica en valores humanos y cristianos. También podemos hablar otro tanto del importante aporte de la Universidad Católica en la región, con el Colegio San Francisco de Asís y la Sede Universitaria. Desde la educación, podemos de manera concreta transformar nuestra realidad. En ella está la clave del desarrollo y la realización integral a nivel personal y comunitario; la Iglesia ha sido consciente de ello históricamente.

69.- En esta misma línea, la formación espiritual, que ha vuelto poco a poco a la presencialidad, también se vio reforzada por múltiples esfuerzos de las parroquias, comunidades y movimientos apostólicos en la virtualidad, a través del aprovechamiento de las nuevas tecnologías. En este papel, nuestra emisora diocesana, Radio Santa Clara, también ha dado su aporte para llegar, ya no solo por medio de la frecuencia radial 550 AM, sino a través de otras vías tecnologías como lo son una aplicación, web o redes sociales, y el lanzamiento del Periódico Fermento. El conjunto de esfuerzos con distintas pastorales, como la educativa, la catequesis, la familiar, por poner algunos ejemplos, ha permitido enlazar a los fieles de la Diócesis para buscar el encuentro y la formación permanentes como parte de la acción evangelizadora, misión esencial de la Iglesia.

70.- Podríamos seguir hablando de otros ejemplos, pero quiero detenerme aquí para elevar una oración por las personas que, en la enfermedad del COVID-19 o en situaciones provocadas por otras causas, han ofrecido su aporte, trabajo y colaboración desde la vivencia de su fe o desde su sentido humanitario. Hablo de sacerdotes, laicos comprometidos, funcionarios en distintos ámbitos de la Iglesia, servidores civiles y públicos desde los niveles de emergencia y primera atención… ninguno de ellos ha perdido la esperanza aún en momentos de dolor y dificultad. Por todos ellos ruego, para que el Señor les recompense y bendiga como sólo Él lo puede hacer. Pero, al mismo tiempo, que el testimonio de servicio y entrega que estos hermanos nos han dado y están dando, nos motive para creer y convencernos de que es posible un mundo, una sociedad y una Iglesia mejores a partir de la solidaridad y la fraternidad.

71.- “La fe es luz que esclarece y fortaleza que sostiene”, decía en mi II Carta Pastoral, Dichosos los que crean sin haber visto, número 19. Mirar y asumir las cosas desde la sabiduría de Dios nos da claridad y seguridad; pero, sobre todo, nos aporta fortaleza, ánimo e impulso renovado para seguir cumpliendo, en la realidad de nuestra Iglesia particular, la misión eclesial recibida del Señor y que ya se ha prolongado por espacio de 26 años en nuestra vida diocesana. Sigamos adelante, confiados con la mirada puesta en el Señor que nos anima y garantiza estar siempre con nosotros.

CONCLUSIÓN

Una Iglesia abierta y fiel que muestra el rostro misericordioso de Dios

“Al atardecer de la vida seremos examinados en el amor”.

(San Juan de la Cruz).

72.- ¡El Señor nos pide tener las lámparas encendidas, porque no conocemos el día ni la hora! (cfr. Mateo 25, 13). La pandemia, con todo y las circunstancias que hemos tenido que vivir, no es un momento de relajamiento en nuestra fe; todo lo contrario, con mirada sobrenatural hemos de asumir esta crisis como una oportunidad providencial para fortalecer nuestra relación de fe con el Señor y nuestro compromiso con la Iglesia. De todo lo que hemos vivido en esta crisis tenemos que aprender para responder con más creatividad y generosidad a lo que nos pide el Señor aquí y ahora.

73.- Como parte de este aprender y crecer desde la crisis, les propongo algunas claves para poner en práctica en la realidad de nuestra Iglesia diocesana, no sin antes reflexionar en estas palabras de San Pablo VI: “La Iglesia tiene necesidad de reflexionar sobre sí misma; tiene necesidad de sentir su propia vida. Debe aprender a conocerse mejor a sí misma, si quiere vivir su propia vocación y ofrecer al mundo su mensaje de fraternidad y salvación. Tiene necesidad de experimentar a Cristo en sí misma, según las palabras del apóstol Pablo: ‘Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones’, Efesios 3,17”, (Ecclesiam suam, número 10). Estas claves que les propongo están en consonancia con los retos que proponía en mi anterior Carta Pastoral Somos piedras vivas.

74. Seamos una Iglesia fiel:

Solamente con verdadera identidad cristiana, reconociendo a Cristo como nuestra cabeza, sin intereses o sentimientos particulares, podremos ser una Iglesia fiel al proyecto original del Señor. Hemos dicho claramente que esta no es nuestra obra ni que somos protagonistas. Por ello, como reza el salmo 118, 22-24: “La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular. Esto ha sido hecho por el Señor y es admirable a nuestros ojos. Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él”. Como piedra angular, Cristo es el origen, centro y cabeza de la Iglesia. Lo que nos corresponde a nosotros es colaborar y ser fieles al proyecto y diseño del Señor.

75. Seamos una Iglesia creíble:

“Siempre necesitamos ser liberados, porque sólo una Iglesia libre es una Iglesia creíble. Como Pedro, estamos llamados a liberarnos de la sensación de derrota ante nuestra pesca, a veces infructuosa; a liberarnos del miedo que nos inmoviliza y nos hace temerosos, encerrándonos en nuestras seguridades y quitándonos la valentía de la profecía” (Papa Francisco, homilía solemnidad de los Santos Pedro y Pablo 2021). Más allá de nuestros temores y cálculos, superando toda incoherencia e inconsistencia testimonial, sólo siendo fieles a la misión del Señor y mostrándonos como “luz del mundo y sal de la tierra”, seremos una Iglesia creíble en medio de tanta crítica, señalamiento y cuestionamiento de los cuales hemos sido objeto, incluso como consecuencia de nuestra propia responsabilidad.

76. Seamos una Iglesia orante:

Poco a poco hemos regresado a los templos para la celebración de nuestra fe, a través de los sacramentos y de la adoración eucarística en particular. Antes de la pandemia, más de la mitad de nuestras parroquias vivían esta inconmensurable experiencia ante Jesús Sacramentado por medio de la adoración perpetua, por ello hago un llamado a retomarla con mayor fuerza, conforme vayamos avanzando en las aperturas sanitarias. En la oración está nuestra fuerza y la clave de la fecundidad apostólica. De la oración personal y comunitaria ha de surgir e inspirarse toda la acción de la Iglesia.

77. Seamos una Iglesia misericordiosa:

“Como Iglesia diocesana, debemos promover intensamente la formación de los laicos en la Doctrina Social de la Iglesia, tanto desde el proceso permanente de catequesis en todos sus ámbitos, como dentro de los grupos, movimientos apostólicos y experiencias en pequeñas comunidades, para que todos asumamos de forma responsable el compromiso social que ineludiblemente tiene la fe y la promoción integral de los más pobres” (Somos piedras vivas, número 69). El rostro de la Iglesia ha de ser la misericordia de Dios, por ello el Papa Francisco nos ha invitado insistentemente a ser “una Iglesia accidentada” como consecuencia de salir, arriesgarse y tocar directamente las distintas situaciones de dolor y necesidad. Se trata de que seamos una Iglesia servidora y samaritana, no anclada y segura, o en búsqueda de privilegios y ventajas.

78. Seamos una Iglesia abierta, no encerrada en cuatro paredes:

Muchas han sido las advertencias, a lo largo de los años y por qué no, hasta de siglos, para ser una Iglesia auténticamente misionera y de brazos abiertos. Estamos llamados a vivir la misión, dejando de lado la comodidad y la tentación de encerrarnos y asegurarnos. De allí las palabras de San Pablo: “Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Corintios 9, 16). La misión propia de la Iglesia es evangelizar (cfr. Evangelii nuntiandi) y hacerlo supone salir, movilizarse, ir al encuentro; en una palabra: pasar de la pastoral de la conservación a una pastoral netamente misionera.

79. No seamos una Iglesia autorreferencial:

El salir y ser abiertos es consecuencia de no estar mirando hacia nosotros mismos. La Iglesia, consciente de que es misión, es decir, envío, salida, anuncio, encuentro y testimonio, debe preocuparse de los retos y desafíos apremiantes que tiene delante de sí. Es indispensable entrar en diálogo con el mundo, la cultura y la sociedad; sólo así la Iglesia podrá cumplir su tarea de transformar la realidad siendo fermento en la masa (cfr. Lucas 13, 18-21), trabajando por el bien común y buscando el bienestar integral para las actuales y futuras generaciones. No podemos encerrarnos escondiendo el talento que se nos ha dado para fructificar (cfr. Mateo 25, 15. 24-28).

80. No seamos una Iglesia que se “acomoda al mundo”:

La tentación de acomodarnos y asimilarnos a la situación vigente puede hacernos perder identidad y fidelidad al encargo recibido de parte del Señor. Sin abandonar el encuentro y el diálogo con el mundo y la cultura, no podemos ni debemos renunciar a nuestra misión eclesial de fidelidad al Evangelio y a la enseñanza de la Iglesia. No estamos para “quedar bien” con modas, ideologías del momento o criterios estadísticos de popularidad y aceptación. Nuestra máxima es trabajar y ser fieles a los valores del Reino y a la oferta de vida abundante y eterna que nos hace Jesús desde el Evangelio como buena noticia de salvación. Seguros y confiados de que el Señor está con nosotros siempre y hasta el fin del mundo (cfr. Mateo 28, 20), luchemos y seamos fieles, caminemos y sirvamos con generosidad, entrega y alegría, pues “el que persevere hasta el final se salvará” (Mateo 24, 13).

Les agradezco su amable y generosa atención a las reflexiones contenidas en esta Carta que llega a su fin. Les acompaño con mi oración y bendición.

En la sede episcopal, a los 12 días del mes de diciembre del año del Señor 2021, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, copatrona diocesana.

Mons. José Manuel Garita Herrera

Obispo de Ciudad Quesada