Celebración de la Pasión del Señor, Viernes Santo 30 de marzo, 2018

Hermanos y hermanas:

Con esta sencilla y austera, pero solemne e impresionante celebración de pasión del Señor, iniciamos el sagrado triduo pascual. Hoy, Viernes Santo, es un día único para la Iglesia. No se celebra la Eucaristía, no se administran los sacramentos, el templo catedralicio está en total austeridad, no hay cruz, candelabros, ni mantel en el altar. No hay nada, para no desenfocar nuestra atención del misterio más grande de amor: la pasión de Jesús, su muerte gloriosa y salvadora.

Al inicio, nos postramos por tierra y nos arrodillamos para expresar nuestro amor radical y adoración por la cruz de Jesús, de la cual recibimos perdón, salvación, redención y vida nueva. Hoy confesamos que no merecemos este amor extremo y total, pero nos abrimos a él porque todo es gracia y regalo de Dios. Estamos frente a la máxima expresión de amor del Padre en la persona su Hijo que se entrega a la muerte de cruz por nuestra salvación.

Cuatro momentos conforman esta celebración única, profunda e intensa: la proclamación de la Palabra de Dios centrada en la pasión, la oración universal de los fieles, la adoración de la cruz y la sagrada comunión.

La Palabra proclamada contiene una riqueza impresionante y un dramatismo innegable que nos muestra inequívocamente hasta dónde ha llegado el amor de Dios por nosotros; cuánto valemos cada uno de nosotros para él. Valemos y tenemos el precio, ni más ni menos, que de la sangre de su Hijo derramada por nosotros en la cruz. El Hijo de Dios, cuya pasión y muerte contemplamos hoy, se nos revela como siervo, como sacerdote y como rey.

El cuarto cántico del siervo de Dios, en la primera lectura de Isaías, nos prefigura la pasión de Cristo con detalles impresionantes que revelan este extremo de amor por nosotros, el siervo se entrega por los pecadores. “Muchos se horrorizaron porque estaba desfigurado …  ya no tenía aspecto de hombre … despreciado y rechazado, varón de dolores … Soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores … humillado, traspasado por nuestras rebeliones … por sus llagas hemos sido curados”. Impresionante descripción de la entrega amorosa del siervo, por ello, se ofrece como cordero inocente, cargando los pecados del pueblo, se deja llevar en silencio como cordero al matadero. Acepta libremente la muerte para liberarnos de nuestras culpas.

Este siervo y cordero que se inmola es Cristo, que muere al mismo tiempo cuando se inmolan en el Templo los corderos para la Pascua. Su entrega es el verdadero sacrificio pascual y lo hace entregándose como sumo sacerdote que se compadece de nuestros sufrimientos, porque él ha pasado por el sufrimiento, nos decía la carta a los Hebreos en la segunda lectura. Se entrega y se inmola obedeciendo, a pesar de ser Hijo. Obedeció padeciendo, por eso su sacrificio sacerdotal es perfecto y es causa de salvación para nosotros. Por tanto, Cristo crucificado es el verdadero Cordero pascual, es el Sacerdote perfecto y solidario. ¡Qué extremo y locura de amor!

El salmo 30 nos ha puesto en sintonía con Jesús que ora mientras se ofrece y entrega en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Se entrega y muere orando, confiando en Dios que lo sostiene y salva; en manos de Dios está su destino, por eso confía y no queda defraudado.

El solemne e impresionante relato de la pasión, según San Juan, pone de manifiesto afirmaciones de capital importancia que expresa el inmenso amor de Dios. La pasión de Cristo no es un fracaso, es más bien su glorificación, es exaltado en la cruz, se le presenta como un Rey, por ello, reina desde la cruz para salvarnos. El crucificado es Dios, por eso su muerte es triunfo glorioso para nosotros. Hoy contemplamos a Jesús levantado en la cruz, él nos atrae con la fuerza transformante del amor de Dios, dejémonos atraer siempre por su amor infinito. Sólo este Dios-Hombre nos puede salvar, sólo de él puede venir vida eterna. El Hijo de Dios, el Crucificado y Rey exaltado en la cruz, nos levanta, nos salva y redime con el poder del amor, del perdón y de la misericordia. No se trata del poder humano pasajero y falaz; no estamos hablando del poder político, social, económico, de la fuerza o de la violencia. Es el poder del amor y de gracia de Dios, la única fuerza que puede dar vida y transformar integralmente al ser humano.

Hoy miramos con fe y esperanza al que ha sido traspasado y es causa de salvación y redención para todos nosotros. De su corazón traspasado han brotado sangre y agua, ha nacido la Iglesia como sacramento de salvación. Dirigimos nuestro corazón al que muere y dice “Todo está consumado”, pues ha cumplido a la perfección el plan amoroso del Padre, se ha entregado para que con su muerte gloriosa tengamos vida y vida eterna. De verdad que “nadie tiene amor más grande que Aquél que da la vida por los que ama”. De verdad, Cristo ha cumplido todo por nuestra salvación. Amor extremo e infinito, amor desconcertante, incomprensible, amor total.

Luego de esta homilía, haremos la oración universal de los fieles. Se trata de una gran y especial oración que hacemos hoy, en este día único. Es la oración que la Iglesia hace abrazada a la cruz salvadora de Jesús, porque sabemos que sólo desde la cruz obtenemos salvación. Y es una oración universal: por todos, por todo el mundo, porque Jesús, desde la cruz, quiere ser salvación para todos, sin diferencia ni distinción.

En un tercer momento, haremos la adoración de la cruz, rito expresivo e impactante. Miraremos el árbol de la cruz, donde estuvo el Salvador del mundo, por eso lo adoraremos contemplándolo, de rodillas, en silencio, reverentes. Propiamente no adoramos la cruz, sino a Aquél que murió en ella, porque no es la cruz la que tiene poder salvífico, sino Aquél que murió en ella. Se trata de un acto de fe y amor, de reconocimiento de la realeza salvadora de Cristo, de su infinito amor que nos ha redimido y perdonado.

Finalmente, tendremos la comunión eucarística. El pan consagrado desde ayer, que el mismo cuerpo del que estuvo colgado en la cruz, nos hace participar de la muerte gloriosa de Cristo y de sus frutos de salvación. La comunión nos hace entrar en la alianza nueva y eterna sellada con la sangre del Cordero de cuyas bodas eternas esperamos gozar en el cielo, con la misma esperanza del ladrón arrepentido a quien Jesús le prometió el paraíso desde la cruz.

Este Viernes Santo, cuando contemplamos la pasión y muerte de Cristo, quiero pedir especialmente por nuestro país, por el momento y coyuntura actual que vivimos. Que el Señor Jesús, a quien amamos y adoramos en esta nación, nos haga participar de su muerte gloriosa, para que sepamos morir a toda violencia, odio, rencor, división, enfrentamiento e intolerancia. Oremos para que siempre reinen entre nosotros los valores humanos y cristianos del respeto, el perdón, la reconciliación, la unidad, la comunión y la paz, a fin de que vivamos y practiquemos de verdad su mensaje de amor los unos para con los otros.

¡Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos! Porque con tu santa cruz y muerte redimiste al mundo.

Monseñor José Manuel Garita Herrera

Obispo Ciudad Quesada