
La naturaleza del matrimonio viene reconocida en su propia etimología: del latín matrimonium, este término era asociado a los vocablos: mater, que remite a madre, y monium, en alusión a un acto formal o ritual. A través del matrimonio, se reconocía a la mujer su estatus social y oficial para ser madre de los descendientes del varón. Por tanto, la evidencia histórica también da cuenta de la naturaleza del matrimonio.
“A la sola luz de la razón natural, y mucho mejor si se investigan los vetustos monumentos de la historia, si se pregunta a la conciencia constante de los pueblos, si se consultan las costumbres e instituciones de todas las gentes, consta suficientemente que hay, aun en el matrimonio natural, un algo sagrado y religioso”, decía el Papa Pío XI en su Encíclica Casti Connubii sobre el matrimonio cristiano.
Dios creó al hombre y a la mujer, a su imagen y semejanza (cfr. Génesis 1, 26-27) porque están llamados al amor, a la reciprocidad, a un proyecto común de vida. Dios, que es experiencia de amor, hace partícipe al hombre de su capacidad de amar.
El ser humano fue puesto por Dios en este mundo para esta experiencia y misión de amor, de reciprocidad, de complementariedad y de fecundidad entre varón y mujer. En el texto del Génesis, Dios da al ser humano el mandato de crecer y multiplicarse, de cuidar su creación. Dios nos crea personas para vivir en esa capacidad de relación mutua.
Más allá de cualquier dificultad, no nos cansaremos de mostrar la belleza del matrimonio entre hombre y mujer. La Iglesia tampoco dejará de proclamar el proyecto querido por Dios al crear al hombre y la mujer, por más que los tiempos, las modas, las presiones y las ideologías dicten lo contrario.
Ya lo dice la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia del Papa Francisco en el numeral 56: “Otro desafío surge de diversas formas de una ideología, genéricamente llamada gender, que niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer”.
No podemos llamar igual a lo que es diferente. Hoy la sociedad propone, en nuestro país y en muchas naciones del mundo, el llamado “matrimonio igualitario” entre personas del mismo sexo. Debe quedar claro que “Dios no hace acepción de personas” (Romanos 2, 11). De igual modo, la Iglesia acoge a todas las personas desde sus realidades, les anuncia la Buena Noticia y les transmite el Evangelio revelado por el propio Jesús. Respetamos a quienes piensan diferente y, por medio de muchos signos, caminamos como Iglesia con aquellos que opinan diferente a la enseñanza que predicamos.
Sin embargo, “lo creado nos precede y debe ser recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra humanidad, y eso significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido creada” (Amoris Laetitia, numeral 56).
Aunque sabemos que lo que dice y hace la humanidad no es eterno, como sí lo es la Palabra de Dios, la misma Declaración de los Derechos Humanos admite en su artículo 16 la figura del matrimonio entre el hombre y la mujer, y reconoce a la familia como elemento natural y fundamental de la sociedad. Como cristianos, sabemos que hay una dignidad y una misión en la familia fundada entre el hombre y la mujer.
A nadie se le debe negar, por su condición o pensamiento, el derecho a la salud, al trabajo, al alimento, a la vivienda, pero para alcanzar estos y otros derechos, no debe tocarse el fundamento sagrado del matrimonio. Tenemos derecho a que se respete también lo que es sagrado para una gran mayoría de nuestra sociedad.
Pidamos a Dios que conceda discernimiento y sabiduría a nuestra sociedad, que haya respeto para todos los sectores y que podamos seguir cuidando de la humanidad en respeto a su propia naturaleza.
Fermento 110. Martes 26 de mayo, 2020