
“¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y esplendor; le diste dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies”.
Estas líneas del salmo 8 nos recuerdan la grandeza y dignidad que Dios ha infundido en el ser humano, la cual, lamentablemente, las corrientes de nuevas eras o pensamientos quieren borrar, tratando de negar ese aliento divino que Dios ha soplado sobre nosotros (cfr. Génesis 2, 7).
Y, cuando no son estas corrientes es la misma acción del hombre la que pretende borrar esta dignidad de nuestro ser como creaturas de Dios. Ya decía el Papa Benedicto XVI en su Encíclica Caritas in Veritate (numeral 51), cuando hacía un clamor a la sociedad actual, para que “revise seriamente su estilo de vida que, en muchas partes del mundo, tiende al hedonismo y al consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se derivan”.
En medio de la pandemia que vive el mundo, y cuando en Costa Rica pasamos una segunda ola con graves consecuencias a causa del COVID-19, debería existir un mayor sentido de responsabilidad en el ser humano hacia sí mismo, hacia la sociedad entera y hacia la creación también.
Cuando hace pocos días el gobierno de la República expone y denuncia 4.602 incidentes en un solo fin de semana, que tienen que ver con violaciones a las medidas sanitarias, y de estas, 1.300 fueron por reuniones privadas con aglomeración de personas, donde hubo escándalos por música y hasta consumo de licor, debemos, en verdad, poner nuestras barbas en remojo. Esto no debe ser.
El llamado a cuidarnos, a abstenernos de ciertas actividades y a evitar aglomeraciones, son acciones para nuestro bien. La responsabilidad empieza en cada uno, y no solo cuando estamos en tiempos de COVID-19. El llamado a ser responsables debe ser siempre, debe ser para revisar nuestras actitudes y nuestras acciones también con la naturaleza.
Precisamente, el Papa Benedicto XVI, en el mismo numeral que mencioné de Caritas in Veritate, decía: “La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo”.
En esto quiero detenerme para que revisemos, ¿qué es lo que destruye realmente al ser humano? Jesucristo ya lo había advertido. “Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre” (Marcos 7, 15).
Hemos perdido de vista no solo nuestra procedencia divina, sino también el sentido del pecado, del mal y de la responsabilidad moral. Ya no hablamos de esto. Este no es un tema en la sociedad actual. Parece que el pecado es solo una cuestión del pasado, de libros, o una especie de fantasía. O peor, cada uno define lo que está bien o mal.
Los creyentes hacemos necesariamente referencia vinculante a Dios y a su voluntad. Por ello, la Iglesia nos hace el llamado a evitar el pecado y el mal, a estar y vivir en gracia de Dios, que quiere para nosotros la salvación eterna. Nuestra vida tiene trascendencia y un destino final, más allá de lo que este mundo ofrece. Éste es el mensaje de esperanza que debemos y tenemos que predicar.
Pidamos a Dios que nuestras acciones le agraden y que nos deben llevar a cuidarnos como obra suya, no solo en cuanto a nuestra realidad corporal, si no también, en cuanto a nuestra condición espiritual que está llamada a lo eterno, al supremo bien.
Fermento, 117. Martes 14 de julio, 2020