
IV Carta Pastoral
Carta Pastoral sobre nuestra Iglesia diocesana y su misión evangelizadora hoy
Cfr. Hechos 1, 18
Capítulo I
Origen de una comunidad y de un testimonio de vida
«Y serán mis testigos…» (Hch 1, 8):
1.- Esta es la indicación con la cual Jesús, al ascender a los cielos, marca el rumbo de la experiencia que habrían de vivir comunitariamente sus discípulos. La Iglesia, que es misión, emerge de la Pascua como una realidad que, anclada en la totalidad del misterio de su Señor, es llamada a prolongarse con el testimonio de quienes creyeron en Él y han sido vivificados por su triunfo sobre la muerte, para comunicar al mundo «aquella vida que ofrecía en caminos y aldeas de Palestina…» y que ahora comunica en su plenitud, en el anuncio de su salvación “para nosotros” (1 Co 1, 30.). «Por el misterio pascual, el Padre sella la nueva alianza y genera un nuevo pueblo, que tiene por fundamento su amor gratuito de Padre que salva» (CELAM, Documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Aparecida 143.) y que, por su Hijo, ofrece vida abundante (cfr. Jn 10,10.).
2.- «Jerusalén, Judea, Samaria y hasta los confines del mundo…» (cfr. Jn 10,10.) marcan un itinerario, que más que una geografía, describen una experiencia eclesial, en la que la comunión se desdobla como misión que constantemente le lleva a ir más allá de sí misma, siempre al encuentro de quienes deseosos anhelan escuchar la Buena nueva del amor de Dios. El Reino, el gran proyecto que Jesús anunció, no es cuestión de poder y dominio, no es mera acción política, y por ello escapa a toda posible ideologización. Para la llegada del Reino, por el que preguntan confusos aquellos discípulos (cfr. Hch 1,6.), es necesario que la humanidad entera tenga conocimiento, acepte y viva el testimonio de Jesús, como fruto esencial del encuentro con Él.
3.- El Espíritu será el gran protagonista de la obra que inicia, es la fuerza del mismo Dios la que da forma al testimonio, haciendo desdoblarse la vida de la comunidad eclesial que nace. Este testimonio no es simplemente hablar, sino actuar y vivir en conformidad con lo que Jesús vivió y enseñó. La Iglesia nace del impulso misionero de su Maestro, que debe buscar «anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”» (Papa Francisco, Evangelii Gaudium (cfr. Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa conclusiva de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (28 octubre 2012): AAS 104 (2012), 890).), proponiendo con un nuevo estilo de vida modelos de transformación de la realidad.
4.- La Ascensión es la hora de la glorificación de Jesús. En el lenguaje de Lucas el “subir” encierra un significado más profundo que una referencia espacial. Dios reside en la fuente y en el fondo de toda realidad. Entrar en la vida de Dios significa, por ende, entrar en lo más profundo de todo cuanto existe. Jesús continúa vivo, en la raíz profunda de la vida y de la historia de toda persona. Por ello, «cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cfr. Hch 4, 12). En efecto, el discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro» (Benedicto XVI, Discurso inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Aparecida 146.).
5.- La Iglesia nace de la imperiosa necesidad de anunciar y hacer vida esta verdad, de compartirla con toda persona, de llevarla a toda realidad. “Evangelizar supone en la Iglesia la valiente libertad de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria” (Cardenal Bergoglio, Jorge Mario, Congregaciones pre Cónclave, 9 de marzo de 2013.).
Esta nueva Carta Pastoral:
6.- Por ello, después de haberme dirigido a ustedes, en mis anteriores cartas pastorales, proponiéndoles como tema de reflexión las virtudes teologales, ahora quiero, consciente de que éstas son el fundamento del testimonio que sustenta la vida de la Iglesia, exponerles a ustedes algunos trazos que delinean la vida de la Iglesia, a fin de que puedan ayudarnos a dinamizar, aún más, el testimonio de fe, esperanza y caridad, que nos da identidad y razón de ser a nuestra misión como discípulos misioneros, y que, como Iglesia diocesana, debemos convertir en nuestra forma de vivir, y que exige de todos nosotros el impulso de una auténtica conversión pastoral.
7.- Para ello, considero indispensable atender las siguientes palabras del Papa Francisco: «La conversión personal despierta la capacidad de someterlo todo al servicio de la instauración del Reino de vida. Obispos, presbíteros, diáconos permanentes, consagrados y consagradas, laicos y laicas, estamos llamados a asumir una actitud de permanente conversión pastoral, que implica escuchar con atención y discernir “lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias” (Ap 2, 29) a través de los signos de los tiempos en los que Dios se manifiesta» (CELAM, Ibid. 366.). Esta actitud primaria que nos debe mover en nuestra experiencia eclesial tiene sus raíces más profundas en «la actitud de apertura, de diálogo y disponibilidad para promover la corresponsabilidad y participación efectiva de todos los fieles en la vida de las comunidades cristianas…—por ello concluye Aparecida señalando que— hoy, más que nunca, el testimonio de comunión eclesial y la santidad son una urgencia pastoral. La programación pastoral ha de inspirarse en el mandamiento nuevo del amor (cfr. Jn 13, 35) (CELAM, Ibid. 368.).
Capítulo II
La Iglesia concretizada en la comunidad diocesana
La Iglesia diocesana: comunión y misión:
8- En el mismo espíritu del apóstol Pablo, con la clara consciencia de que también él pone de manifiesto al mirar la Iglesia, no como una obra meramente humana, sino como un proyecto anclado en el plan salvífico de Dios por la humanidad (Cfr. Ef 1, 4-12.), «les exhorto…a que vivan de una manera digna de la vocación con que han sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándose unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que han sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4, 1-6).
9.-Renovar la consciencia eclesial que el Concilio Vaticano II pone de relieve al presentar a la Iglesia «como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1), encierra un valor fundamental sin el cual todo otro esfuerzo e iniciativa carecería de solidez. Del testimonio de comunión, que como Iglesia debemos vivir en todos los niveles de la vida eclesial, depende la credibilidad de nuestro anuncio de Jesucristo, y del amor del Padre en Él revelado (cfr. Jn 17,21).
10.- Esta es la razón por la cual quiero proponerles, en estas reflexiones, la posibilidad de pensar como Iglesia diocesana sobre nuestra identidad y nuestra misión, de evaluar nuestras relaciones eclesiales y nuestra acción pastoral, para estimular así canales de diálogo y reflexión que nos permitan animar y consolidar el proceso de discernimiento pastoral que hemos venido implementando.
La Iglesia diocesana y nuestra relación con ella y en ella:
11.- La acción del Espíritu, en el anuncio de la Buena Nueva de Jesús, es el motor que pone en marcha el desarrollo de la Iglesia. El Misterio de comunión del Dios uno y trino es la fuente de la que brota la vida de comunidades concretas de manera semejante a como se realizó el misterio de la Encarnación (Cfr. LG 8.). Estas comunidades van enterrando sus raíces en lugares, culturas y momentos de la historia muy concretos, que hacen de esas comunidades Iglesias Particulares que «formadas a imagen de la Iglesia universal, son la base desde la que se constituye la Iglesia católica, una y única». (LG 23).
12.- Hoy en día es frecuente la tendencia, en muchos creyentes, que busca separar la fe en Cristo de su experiencia de discípulos en el seno de la Iglesia. Olvidan estos que la fe posee una dimensión eclesial irrenunciable; pues, fuera de la comunidad eclesial nos condenamos a vivir la fe como si esta fuera una experiencia subjetiva, y terminamos haciendo de ella una proyección de los propios gustos y deseos. Este fue el tropiezo del apóstol Tomás, quien estaba fuera de la comunidad apostólica cuando Jesús se apareció a los restantes apóstoles el día de la resurrección. Su incapacidad para acoger la buena nueva que le anunciaban, tiene su origen en su alejamiento de la Iglesia (Cfr. Jn 20, 24-25.).
13.- La fe posee una dimensión esencialmente comunitaria que remite nuestra vida a la experiencia de Iglesia. «La vocación al discipulado misionero es con-vocación a la comunión en su Iglesia. No hay discipulado sin comunión…» afirman los Obispos latinoamericanos. «Ante la tentación, muy presente en la cultura actual, de ser cristianos sin Iglesia y las nuevas búsquedas espirituales individualistas, afirmamos que la fe en Jesucristo nos llegó a través de la comunidad eclesial y ella “nos da una familia, la familia universal de Dios en la Iglesia Católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión”. Esto significa que una dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano es la pertenencia a una comunidad concreta, en la que podamos vivir una experiencia permanente de discipulado y de comunión con los sucesores de los Apóstoles y con el Papa» (DA 156).
14.- Siendo la Diócesis la experiencia concreta en la que «se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica…» (CD 11.), es indispensable que dirijamos nuestra atención y reflexión a su significado en nuestra vida y a cómo vivimos esta experiencia de comunión eclesial en todas sus dimensiones. Por ello, nuestra vinculación a la Iglesia diocesana no puede ser un mero formalismo social, ni se determina por criterios simplemente sociológicos. Ser Iglesia y vivir en comunión diocesana, se trata de una experiencia de fe que configura nuestra vida como discípulos y misioneros, y por lo tanto que tiene su fundamento en el mismo Señor: «los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14.). Por tanto, la experiencia de ser Iglesia está precedida por la elección gratuita que el Señor hace de los suyos (Mc 3,14.) y vincula a los discípulos a su propia vida (Cfr. DA 131.).
15.- La imagen de la vid y los sarmientos nos señala el tipo y el grado de vinculación que debe existir entre el Señor y nosotros en cuanto llamados a la Iglesia (Cfr. Jn 15, 1-8, DA 132.), vínculo que debe extenderse a las relaciones que deben marcar la vida cotidiana de aquellos que somos parte de ella. El apóstol Pablo es insistente en esta realidad capital, ya que de ello depende el fundamento y la credibilidad testimonial que debemos ante el mundo: «tengan un mismo sentir los unos para con los otros, sin complacerse en la altivez; atraídos más bien por lo humilde…Procuremos, por lo tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación» (Rom 12, 16; 14,19).
16.- Esta ha de ser la savia, el elemento vital que alimente la relación entre el Obispo y los sacerdotes, entre cada sacerdote y el hermano a quien está unido por fraternidad sacramental, entre los pastores y todo agente de pastoral consagrado, consagrada o laicos, entre todos los que, por el bautismo, hemos sido incorporados al Cuerpo de Cristo (Cfr. Cat. Iglesia Católica 1213.). La Iglesia es la comunidad de aquellos que comparten los mismos sentimientos de Jesús (Cfr. Filp 2,6.), comunidad que ha de tener como aspiración máxima el servicio a los hermanos a semejanza del Maestro (Cfr. Jn 13,14.). Por tanto, estamos llamados a asumir «el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. De este modo, las mayores posibilidades de comunicación se traducirán en más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos…» (EG 87).
17.- En una sociedad marcada por la competencia y la descalificación frecuente de los demás, con objetivos más individuales que comunes, debemos abrir nuestra vida a los criterios del Evangelio que nos proponen un estilo alternativo de vida siempre posible. Competir con los otros, buscando ratificar el dominio propio (sea en una parroquia, en un grupo pastoral, en una comunidad), como si esta fuera una “finca de mi propiedad”, es un criterio hundido en lo que el Papa Francisco ha llamado «mundanidad» (Cfr. EG 93.) y frente al cual Jesús reacciona: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,33-35.). «El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual» (EG 88).
18.- Se trata de buscar un diálogo honesto, que busque la verdad y se cimente sobre la caridad, es la senda oportuna que hemos de buscar siempre en el discernimiento de los caminos que hemos de recorrer para hacer vida la Buena Nueva de Jesús y ofrecerla como mensaje de salvación a nuestros hermanos. Esta será la hoja de ruta que nos lleve, en medio de tantos desencuentros como se viven hoy en todos los ámbitos de la vida social y eclesial, a propiciar la experiencia de encuentros vivificantes por la caridad, que hagan resplandecer sobre el rostro de nuestra Iglesia diocesana, sobre cada una de nuestras parroquias, comunidades y grupos pastorales, la viva comunión que el Señor quiso.
Capítulo III
La Iglesia es misterio de comunión y experiencia de comunidad
Modelo eclesial:
19.- Los Obispos latinoamericanos, en el documento conclusivo de Aparecida, haciéndose eco de la eclesiología de comunión que propone el Concilio Vaticano II y que ha encontrado su continuidad en las diferentes Conferencias generales del Episcopado Latinoamericano, hablan del impulso misionero que debe caracterizar la necesaria renovación eclesial (Cfr. DA 365.) y anotan que «el modelo paradigmático de esta renovación comunitaria lo encontramos en las primitivas comunidades cristianas (cfr. Hch 2, 42- 47), que supieron ir buscando nuevas formas para evangelizar de acuerdo con las culturas y las circunstancias» (Cfr. DA 369.).
20.- La intención de san Lucas, al mostrarnos el ejemplo de la primitiva comunidad (Cfr. Hch 2,42-47; 4, 32-37 y 5, 12-16.), es la de proponernos el proyecto de lo que debe ser una comunidad eclesial. Por lo tanto, se trata de un proyecto que toca la vida de la Iglesia en sus diferentes niveles de vida: diocesano, parroquial, comunitario, grupal. Podríamos decir que el propósito del evangelista es responder a la pregunta: ¿cómo tiene que ser la vida de quienes se han comprometido con la causa de Jesús? Se trata de un itinerario a recorrer, de un proyecto por realizar de forma decidida y permanente, por aquellos que han acogido el anuncio de Jesucristo, que por el Bautismo han sido injertados en su Iglesia y en ella se sienten llamados a vivir su vida en un proceso de constante conversión. No es, por lo tanto, una idealización de la vida de la Iglesia, sino un camino a recorrer y que, por ende, resulta sumamente iluminador para nosotros en esta reflexión sobre nuestra Iglesia diocesana.
La vida de la comunidad eclesial sostenida por la perseverancia:
21.- Señala el libro de los Hechos de los Apóstoles que los discípulos «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2,42). Se anotan cuatro elementos que, hasta el día de hoy, constituyen la vida de la Iglesia, pero cada uno de ellos referido a un fundamento vital: la perseverancia. La comunidad persevera en el empeño y en el compromiso asumido con ocasión de la conversión, ésta no fue simplemente un entusiasmo pasajero y superficial, fruto de los sentimientos y emociones del momento, sino el punto de partida de la vida nueva llamada a desarrollarse y profundizarse.
22.- Asumir la acción pastoral, no como un conjunto de actividades, sino como una red de procesos llamados a entretejer un proyecto diocesano es el «camino de pastoral orgánica» que puede generar una «respuesta consciente y eficaz» (DA 371) a las exigencias de la realidad; pero recorrer este camino nos exige un salto cualitativo, cuya maduración requiere de perseverancia. Los frutos no siempre se ven de manera inmediata, se requiere de un compromiso claro y decidido, de un cambio de mentalidad de todo agente de pastoral, y de toda persona de Iglesia, cambio que nos lleve a la renuncia a considerar lo inmediato como lo más importante, a la superación de la rigidez autodefensiva…para crecer en la comprensión del Evangelio» (EG 45) y «abandonar el cómodo criterio pastoral del “siempre se ha hecho así”.
23.- Con el Papa Francisco, yo les quiero invitar «a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores…» (EG 33), teniendo por camino evangelizador, «la cercanía, el encuentro, el diálogo y el acompañamiento»; sintiéndonos llamados todos por igual a ser discípulos misioneros «audaces y creativos (Discurso del Santo Padre Francisco a los participantes del Capítulo General de las Pequeñas hermanas misioneras de la Caridad (don Orione), 26 de mayo 2017.) que, perseverando, den «razón de la esperanza a la que hemos sido llamados» (1Pe 3,15.).
24.- Un signo elocuente de este camino que debemos seguir forjando son las Asambleas parroquiales que se han venido implementando, y que nos han llevado a sentarnos a mirar la realidad en que vivimos, a hacer de ella una lectura desde la fidelidad del Padre y «a la luz de su providencia», para discernir «desde Jesucristo, Camino, Verdad y Vida», los desafíos que nos presenta y definir líneas de acción que, «desde la Iglesia» (DA 19), nos lleven a dar respuestas a los mismos. Esta iniciativa, acogida por la mayoría de las comunidades parroquiales, y a la que espero se vayan sumando todas, ha generado un dinamismo esperanzador, cuando en consciencia, desde ellas se va buscando con seriedad afianzar un proyecto diocesano, pero, al igual que la primitiva comunidad de Jerusalén, debemos “perseverar”.
25.- Quiero invitarles a que miremos la acción pastoral como una respuesta eclesial al proyecto de Dios. Es necesario superar toda mentalidad individualista. «La vocación al discipulado misionero es con-vocación a la comunión en su Iglesia. No hay discipulado sin comunión» (DA 156); no podemos perder de vista que el lugar concreto en que por el Bautismo hemos sido llamados a vivir esta comunión, encuentra su espacio vital en la comunión eclesial que se evidencia por la relación entre la Diócesis y las Parroquias: la Iglesia diocesana se hace presente en cada comunidad parroquial, y cada comunidad parroquial evidencia su eclesialidad, en su comunión afectiva y efectiva con la Diócesis. Este dinamismo de «la fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión» (Ibid).
26.- Es en esta perspectiva que se inserta la iniciativa de las Asambleas parroquiales que nos han permitido, por el impulso del Espíritu, ir concretizando algunas líneas de acción parroquiales, como primer paso de un proceso que busca desembocar en la consecución de acciones comunes a nivel de cada Vicaría que, a su vez, consoliden el camino hacia un «proyecto diocesano» con «indicaciones programáticas concretas, objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios, que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura» (DA 371). Sólo recorriendo este camino, lograremos hacer de nuestra vida pastoral una auténtica expresión de comunión solidaria que nos lleve a compartir eclesialmente los recursos, tanto humanos como técnicos y económicos, con los que contamos, y así lograr dar cuerpo a una verdadera pastoral de conjunto en nuestra Iglesia diocesana. Recordemos y tengamos muy presente que, en medio de las dificultades propias del camino eclesial, debemos atender la voz del Maestro que, una y otra vez, nos invita a la constancia, «el que persevere hasta el fin se salvará» (Mt 24,13.)
«¿A quién vamos a ir? Sólo tú tienes palabras que dan vida…» (Jn 6,68)
27.- Con estas palabras responde Pedro a Jesús, quien después de ver que, ante su enseñanza, muchos optaban por alejarse, les preguntó a sus discípulos si también ellos querían abandonarlo. Vemos, pues, que la palabra de Jesús, es palabra que confronta al discípulo consigo mismo y con las exigencias de su vocación, poniendo en evidencia las condiciones que debe reunir quien quiere ser discípulo y misionero de su Reino (Cfr. Mt 7,21; 8, 18-22.). Se trata de una palabra que posibilita que el discípulo vaya creciendo y madurando en el conocimiento de su Maestro e identificándose con Él; «Jesús los eligió para “que estuvieran con Él y enviarlos a predicar” (Mc 3, 14), para que lo siguieran con la finalidad de “ser de Él” y formar parte “de los suyos” y participar de su misión» (DA 131).
28.- Por esta razón, el camino que un discípulo es llamado a recorrer tiene su origen en la palabra que invita y que se vuelve encuentro: «¿Qué buscan? Maestro: ¿dónde vives?» (Jn 1, 37.). El Papa Benedicto XVI nos lo ha recordado en una expresión llena de profundidad que los Obispos latinoamericanos quisieron repetir en el Documento de Aparecida: «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Cfr. DA 14. 243); a la pregunta inicial «siguió la invitación a vivir una experiencia: “Vengan y lo verán” (Jn 1, 39.). Esta narración permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano.» (DA 244). La experiencia que hace a un discípulo es la experiencia del encuentro con la Palabra (Cfr. VD 11.), que abre un diálogo de salvación entre el que llama y aquel que es llamado, es experiencia vocacional que entreteje la acción gratuita de Dios que sale al encuentro del hombre en su Hijo, y del hombre que se vuelve creyente en su respuesta a esa elección.
29.- Un modelo hermosísimo de «este método» en el que se revela la pedagogía de toda la acción pastoral, lo encontramos en la experiencia de los discípulos de Emaús (Cfr. Lc 24, 13ss.). En él se nos narra cómo Jesús resucitado sale al camino de aquellos dos discípulos marcados por la experiencia de la Cruz; se hace el encontradizo, y acercándose a la realidad de aquellos dos hombres confundidos y desorientados, establece con ellos un diálogo cuyo itinerario es conducirlos de la mano de la Palabra hasta el reconocimiento que les cambia el rumbo y los convierte en testigos de su resurrección. Jesús se hace nuevamente “Palabra”: «les fue explicando todo lo que a él se refería en la Escritura», y logra de esta forma encender sus corazones y llevarlos a hacer una lectura diferente de su realidad, ahora a la luz de Aquel peregrino que se les revelará en la fracción del pan.
30.- Encuentro, Palabra y diálogo, son dimensiones de un mismo itinerario que, en relación con el Maestro, lleva al discípulo a madurar su identidad y su compromiso. Es a la luz de esta experiencia de “encuentro” con el Maestro que el discípulo ve revelarse el misterio de su propia vida y vocación (Cfr. GS 22.), y logra captar en toda su amplitud cómo Jesús lo invita a configurarse con él. «La admiración por la persona de Jesús, su llamada y su mirada de amor buscan suscitar una respuesta consciente y libre desde lo más íntimo del corazón del discípulo, una adhesión de toda su persona al saber que Cristo lo llama por su nombre (cfr. Jn 10, 3) …» (DA 136).
31.- Desde esta experiencia, es que podemos entender por qué los primeros cristianos, después de haber recibido la Buena Nueva, acogiéndola en sus vidas, y en búsqueda de una respuesta a la pregunta dirigida a Pedro y sus compañeros: «qué hemos de hacer» (Hch 2,37), descubren la necesidad urgente de crecer en el conocimiento de la Palabra y «se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2, 42). Es a la luz de esta enseñanza que, desde el seno dela comunidad eclesial, comprenden que la experiencia de ser discípulos crece, se desarrolla y madura continuamente.
32.- Una consciente valoración de este rasgo distintivo de la primera comunidad cristiana, marca para nosotros una pauta pastoral de primer orden. «El Señor pronuncia su Palabra para que la reciban aquellos que han sido creados precisamente “por medio” del Verbo mismo… “A cuantos la recibieron, les da el poder para ser hijos de Dios” (Jn 1,12) … Recibir al Verbo quiere decir dejarse plasmar por El hasta el punto de llegar a ser, por el poder del Espíritu Santo, configurados con Cristo, con el Hijo único del Padre” (Jn 1,14)» (VD 50.). El camino de un discípulo es, como lo fue para los dos peregrinos de Emaús, un caminar al lado del Maestro a la escucha de su palabra, escuchándolo a Él como Palabra.
33.- De allí «la centralidad de la Palabra de Dios en la vida eclesial», buscando que desde ella se anime la vida de toda comunidad y su acción pastoral (Cfr. VD 73.). A Jesús se le encuentra de una manera singular en la Escritura leída en la fe y asumida como «fuente de vida para la Iglesia y alma de su acción evangelizadora. Desconocer la Escritura es desconocer a Jesucristo y renunciar a anunciarlo. De aquí la invitación de Benedicto XVI —que debemos hacer nuestra— a educar al pueblo e la lectura y la meditación de la Palabra: que ella se convierta en su alimento para que, por propia experiencia, vea que las palabras de Jesús son espíritu y vida (Jn 6,63). De lo contrario —agrega el Papa— ¿cómo van a anunciar un mensaje cuyo contenido y espíritu no conocen a fondo? Y concluye: Hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios» (DA 247).
34.- Debemos saber utilizar, para este fin, todos los medios existentes en nuestras comunidades parroquiales, entre ellos el reto de hacer de la catequesis, en sus diferentes niveles, un canal privilegiado para transmitir la Palabra y animar, a través de ella, a que todo catequizando: niño, joven o adulto, viva su vida en diálogo con el Señor, injertado vitalmente en el seno de la comunidad eclesial, y nutriendo en ella el compromiso de una auténtica vida cristiana. Para lograr este fin, es fundamental el que la preparación a los Sacramentos trascienda los límites de una preparación inmediata, para llegar a establecer verdaderos procesos sistemáticos de crecimiento en la fe. En este sentido, he repetido muchas veces que el católico que no se forma, no conoce su fe ni su Iglesia.
35.- Por consiguiente, «La vocación y el compromiso de ser discípulos y misioneros de Jesucristo… requieren una clara y decidida opción por la formación de los miembros de nuestras comunidades, en bien de todos los bautizados, cualquiera sea la función que desarrollen en la Iglesia» (DA 276), y esta es una tarea a la que se ha de dar una importancia fundamental en nuestras parroquias, y en la que los sacerdotes, en razón de su participación en el ministerio de Cristo Maestro, han de saber servir a sus hermanos, promoviendo a su vez a los laicos comprometidos, para que sean agentes que multipliquen, en los diferentes ámbitos en que viven y proyectan su compromiso eclesial, un anuncio competente de la Palabra, de forma que sean muchos los que puedan seguir acercándose a «la enseñanza de los apóstoles».
36.- Con creatividad y audacia, estamos llamados a promover espacios diversos en los cuales los bautizados, por medio de propuestas consistentes de formación y con diferentes proyecciones, puedan profundizar en su identidad y sentido de pertenencia a la vida eclesial. Esta es una tarea que, si bien es cierto, debe ser promovida como espacio comunitario, no por ello rehúsa, sino por el contrario, integra, el compromiso de cada creyente en la búsqueda de su propia formación cristiana y eclesial.
37.- Debemos tener claridad que «no resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a un elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blancos o crispados que no convierten la vida de los bautizados» (DA 12). Los altos niveles de personas que abandonan la Iglesia emigrando hacia otras comunidades eclesiales, así como el indiferentismo que tantos viven, son aspectos de la realidad diocesana que en este sentido nos cuestionan, retan y preocupan.
Capítulo IV
La Iglesia un único cuerpo en comunión y unidad
«Nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo» (Rom 12,5):
38.- El testimonio de comunión de los creyentes, es ya parte de su misión en medio del mundo, el rasgo por el cual su vida despierta la «simpatía del pueblo» (Hch 2,47). Jesús, en su vida terrena, se empeñó en enseñar a los suyos que los debía caracterizar un estilo de vida diferente al que prevalece en el mundo: el servicio y no el poder Cfr. (Mt 20,25.), la fraternidad y no la competencia (Cfr. Mc 9, 34-36.), la disponibilidad a perdonar (Cfr. Mt 6, 12; 18, 15-22.), el deseo de ir más allá del mínimo (Cfr. Mt 5, 20.), la renuncia a la tentación de enjuiciar a los demás (Cfr. Lc 6, 37.), la confianza en Dios como motor de una profunda libertad interior (Cfr. Mt 6, 25ss.). Estos son algunos de los rasgos que el Señor busca imprimir en la vida de aquellos a los que ha llamado «para estar con él» (Mc 3,14), y para hacer de ellos una comunidad en la que se evidencie la obra salvadora que el Padre le confió. Jesús va formando a sus discípulos para que sean una verdadera comunidad, y pide a su Padre esta gracia para que en ellos sea su rasgo distintivo y garantía de credibilidad (Cfr. Jn 17,21.).
39.- La consciencia de cuánto esto significa permaneció viva en las primeras generaciones de creyentes, al punto que se considera un grave pecado todo aquello que atenta contra la comunión. Así lo expresará Pablo a la comunidad de Corinto, muy inclinada, por sus raíces paganas, a las divisiones y rencillas: «los exhorto hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que sean unánimes en el hablar, y no haya entre ustedes divisiones… —y continúa— ¿acaso está Cristo dividido?» (1Cor 1,10.13.). Asimismo, en la carta a Tito, reprende fuertemente a quien fomenta divisiones y grupos cerrados que van en contra de la comunión (Cfr. Tit 3,10.). El testimonio de la primera comunidad creyente, por ello, se acentúa en la comunión que viven los creyentes y en la que han de mantenerse firmes (Cfr. Hch 2, 42.).
40.- La comunión es rasgo fundante de la Iglesia y expresión de su autenticidad; por esta razón el Concilio Vaticano II ha hecho de esta nota el eje alrededor del cual se entreteje su doctrina sobre la Iglesia, señalando cómo sus raíces están ancladas en el Misterio mismo de Dios que es comunión de Personas en la unidad de una única naturaleza, a tal punto de describir a la Iglesia como el Pueblo de Dios reunido a imagen de la Trinidad (Cfr. LG 4.). Esta nota esencial nos la recordaba el Papa San Juan Pablo II al iniciar este nuevo milenio: «hacer de la Iglesia la escuela y la casa de la comunión, es el gran desafío que tenemos ante nosotros si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo»; algo que, —continúa el Papa— no es en primer término una cuestión de actividades que se realizan o de proyectos que se plasman en papel, sino de captar que ante todo se trata de «promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado…capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por lo tanto, como “uno que me pertenece” para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios…en fin espiritualidad de comunión es saber “dar espacio” al hermano llevando mutuamente la carga de los otros…» (NMI 43).
41.- Esta comunión de la que la Iglesia es Sacramento (Cfr. LG 1.) se articula como comunión de vida y de fe, de cuantos hemos recibido el don del mismo Bautismo; como comunión de comunidades que, ancladas en la vida diocesana, comulgan por medio de ella con la Iglesia universal; y comunión entre sus pastores y de estos con el Obispo, como expresión de su testimonio en el servicio jerárquico.
Vale la pena puntualizar estos diferentes niveles, en los que la comunión eclesial se desdobla:
La comunión entre todos los bautizados
42.- «Los discípulos de Jesús están llamados a vivir en comunión con el Padre (1 Jn 1, 3) y con su Hijo muerto y resucitado, en “la comunión en el Espíritu Santo” (2 Co 13, 13). El misterio de la Trinidad es la fuente, el modelo y la meta del misterio de la Iglesia: “Un pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, llamada en Cristo “como un sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (DA 154); por esta razón, la comunión es el rasgo vital que debe distinguir a los creyentes.
43.- San Pablo lo expresa de manera elocuente, cuando, después de señalar cuáles deben ser las características de las relaciones entre los creyentes, anota cuál es la raíz de la que brotan: «un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que han sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre…» (Ef 4, 4-6). En razón del vínculo que se establece entre todos los creyentes por el Bautismo, debemos ser testigos del Dios Uno y Trino en el que hemos sido injertados. La Iglesia es y debe ser ante el mundo, testimonio de la vida de Dios que en ella habita, y ofrecerlo y construirlo como el don primero del que es portadora; por esta razón en el Concilio Vaticano II ella se mira a sí misma como «signo e instrumento» de esa comunión.
44.- El Código de Derecho Canónico, después de reconocer que existe «entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción» (CIC c. 208.) por el Bautismo recibido, y en razón de la cual, todos los bautizados somos, de acuerdo a la condición propia de cada uno, responsables de la vida eclesial y de su misión, señala que, «los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de obrar» (CIC 209 §1.). De esta forma se acentúa el principio según el cual la comunión debe ser el rasgo que distinga a todos los hijos de la Iglesia.
45.- La comunión entre todos los fieles (laicos, sacerdotes, personas consagradas, Obispo) no debe ser entendida como uniformidad. Lógicamente en la Iglesia confluyen formas de ser y de pensar que son diversas. San Agustín (San Juan XXIII refiriéndose a San Agustín con motivo de la convocatoria del Concilio Vaticano II.) señaló tres principios básicos que deben marcar nuestra relación mutua, y en la que la diversidad y la unidad no se contraponen, sino que se deben enriquecer mutuamente:
*Mantener la «unidad en lo necesario», en lo que es esencial, en aquello que determina nuestra vida eclesial y que hemos vivir con lealtad. No cabe en la vida de la Iglesia, por lo tanto, la descalificación desleal del otro con el fin de hacer prevalecer los propios criterios, la oposición y crítica amarga, el provocar heridas y hasta rupturas en la comunión. Bien nos lo recordaba el Papa Francisco: «que todos puedan admirar cómo se cuidan unos a otros, cómo se dan aliento mutuamente y cómo se acompañan: “En esto reconocerán que son mis discípulos, en el amor que se tengan unos a otros” (Jn 13, 35)…» —Debemos recordar que— «¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto!» (EG 98).
**«Libertad en lo que no es definitivo», y que marca el camino de búsqueda que aún está por recorrerse, el discernimiento constante que a la luz del Espíritu debemos aprender a vivir como una práctica eclesial constante, y que lejos de provocar rupturas nos debe llevar a un diálogo intenso y sincero, permanente y en todos los niveles de la vida diocesana, que omite los prejuicios y se abre a descubrir la bondad y rectitud de intensión en todos aquellos con quienes formamos un solo cuerpo.
***«Caridad en todo», para desterrar las actitudes hirientes, la doblez en la intención, la falta de trasparencia y la murmuración, de quienes confunden la vida de la Iglesia, con un campo de batalla en el que se quiere vencer a toda costa, aún de la verdad y el amor.
La Iglesia es comunidad de comunidades
46.- Una dimensión fundamental de la comunión es aquella que se vive entre las comunidades que la configuran; particularmente quiero subrayar aquel vinculo vital por el que cada comunidad parroquial se inserta en la gran comunidad diocesana, y es llamada a participar y compartir, no sólo el don de la fe, sino todo aquello que la caridad exige, y que pasa necesariamente a través de la solidaridad eclesial. En la Iglesia diocesana se hace visible la «Iglesia Una» (Cfr. LG 23; CD 11.); por lo tanto, es en la comunión diocesana en que cada comunidad parroquial y cada comunidad más pequeña, entra en el dinamismo de la única Iglesia de Cristo., y vive la comunión eclesial. Una parroquia no se puede asemejar a una “finca”, ni es propiedad de una persona; su vitalidad depende de su vinculación afectiva y efectiva a las demás comunidades parroquiales y de su inserción en la comunión diocesana con la que está llamada a forjar un proceso de búsqueda pastoral. El aislamiento es fuente de infecundidad y un verdadero anti testimonio eclesial.
47.- Así lo dejan patente, con meridiana claridad, los Obispos en Aparecida: «La Diócesis, presidida por el Obispo, es el primer ámbito de la comunión y la misión. Ella debe impulsar y conducir una acción pastoral orgánica renovada y vigorosa, de manera que la variedad de carismas, ministerios, servicios y organizaciones se orienten en un mismo proyecto misionero para comunicar vida en el propio territorio. Este proyecto, que surge de un camino de variada participación, hace posible la pastoral orgánica, capaz de dar respuesta a los nuevos desafíos. Porque un proyecto sólo es eficiente si cada comunidad cristiana, cada parroquia, cada comunidad educativa, cada comunidad de vida consagrada, cada asociación o movimiento y cada pequeña comunidad se insertan activamente en la pastoral orgánica de cada diócesis…» (DA 169).
La comunión de los pastores
48.- Los pastores en la Iglesia son llamados, en razón de su carisma y ministerio peculiar, a vivir al servicio de la comunión en la Iglesia, siendo sus primeros testigos. «La identidad sacerdotal como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad», que se revela y se autocomunica a los hombres en Cristo, constituyendo en Él y por medio del Espíritu la Iglesia como “el germen y el principio de ese reino… —Los sacerdotes han sido— llamados a revivir la comunión misma de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión)”. Es en el misterio de la Iglesia, como misterio de comunión trinitaria en tensión misionera, donde se manifiesta toda identidad cristiana y, por tanto, también la identidad específica del sacerdote y de su ministerio…el presbítero está inserto sacramentalmente en la comunión con el Obispo y con los otros presbíteros, para servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia y atraer a todos a Cristo… no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es bajo este multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo e instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano…» (PDV 12).
49.- Haciendo las veces de Cristo, Cabeza en la Iglesia, el Obispo y todos los sacerdotes que, con él, y bajo su autoridad, integran un solo presbiterio, sirven para que la Iglesia se estructure en una comunión que, por su naturaleza, es también comunión jerárquica. Hay un principio de autoridad que rige la vida de la Iglesia, y que no se identifica simplemente con el ejercicio del poder, sino como un servicio necesario querido por el Señor y en orden a la comunión eclesial. Por ello, la Iglesia no es una agrupación cualquiera, en la que la autoridad es delegada democráticamente; en la que el rumbo a seguir es el fruto de consensos, más o menos coherentes, con sus principios fundamentales, o bien determinado por algún tipo de poder externo. La Iglesia es un misterio de comunión, cuya realidad solamente será captada en su mayor profundidad desde la fe.
50.- Es desde esta dimensión que se logran entender las relaciones entre los presbíteros y de éstos con el Obispo, como relaciones marcadas por una experiencia de fraternidad sacramental, que pide una disponibilidad radical para ir más allá de simpatías y cualquier tipo de vínculo meramente humano que, con todo y el valor que encierran, no bastan para llevar a vivir la comunión eclesial. La comunión se integra en la vida de los pastores como ingrediente fundamental de su propia espiritualidad y hunde sus raíces en «su pertenencia y su dedicación a la Iglesia particular, lo cual no está motivado solamente en razones organizativas y disciplinares», sino que, en el caso de los presbíteros, es «coparticipación en la preocupación eclesial» (PDV 31.) del Obispo sobre quien, en primer término, ésta recae y de cuyo ministerio deriva el del sacerdote. Por tanto, no se vive el sentido más profundo del ministerio cuando se hace de éste un camino de protagonismo personal, que certeramente hiere la comunión diocesana y resta fuerza testimonial a su misión. El ministerio del sacerdote es tanto más fecundo y creíble, cuanta más es su experiencia de comunión con el Obispo y los demás hermanos sacerdotes.
La comunión que se expresa y celebra en la Eucaristía
51.- Dice el texto sagrado que «Los discípulos se mantenían constantes en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). Este es el testimonio de aquella primitiva comunidad en la que está presente el germen que comienza a desarrollar la vida de la Iglesia de todos los tiempos, y cuya experiencia tiene para nosotros un valor normativo. No puedo omitir, en este apartado que he dedicado a señalar algunos elementos que describen lo que en nosotros debe ser la experiencia de la comunión, el subrayar cómo esta experiencia que define el rasgo fundamental de los creyentes, encuentra en la fracción del pan su más viva expresión.
52.- El apóstol Pablo, quien transmite a las generaciones venideras la viva Tradición de cuanto el Señor hizo en la última cena, indicando a los suyos que “hicieran eso en memoria suya” (1Cor 11, 23-26.), ha sabido acentuar el profundo significado de comunión que la celebración eucarística encierra: «la copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan» (1Cor 10, 17.). Lo ha advertido con vehemencia, señalando que la ruptura de la comunión fraterna atenta contra el sentido más profundo de la Eucaristía en la que la comunión con Dios, por medio de su Hijo y en el Espíritu, ha sido restablecida, por la reconciliación que realiza, y nos abre a nuestros semejantes a quienes en el amor de Dios podemos reconocer como hermanos (Cfr. Ef 2, 4-5. 11-16.).
53.- Hablando de esta experiencia y de su actualización en el hoy de la Iglesia, los Obispos, en Aparecida, nos vuelven a recordar: «Al igual que las primeras comunidades de cristianos, hoy nos reunimos asiduamente para “escuchar la enseñanza de los apóstoles, vivir unidos y participar en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42). La comunión de la Iglesia se nutre con el Pan de la Palabra de Dios y con el Pan del Cuerpo de Cristo. La Eucaristía, participación de todos en el mismo Pan de Vida y en el mismo Cáliz de Salvación, nos hace miembros del mismo Cuerpo (cfr. 1 Co 10, 17). Ella es fuente y culmen de la vida cristiana, su expresión más perfecta y el alimento de la vida en comunión. En la Eucaristía, se nutren las nuevas relaciones evangélicas que surgen de ser hijos e hijas del Padre y hermanos y hermanas en Cristo. La Iglesia que la celebra es “casa y escuela de comunión”, donde los discípulos comparten la misma fe, esperanza y amor al servicio de la misión evangelizadora» (DA 158). Esta es la experiencia viva y original de la Iglesia, aquí están los elementos y fundamentos claves para que sea sacramento de comunión y unidad, testimonio de Cristo y familia de hermanos en la fe y en el amor. Es un proyecto de vida y un testimonio que va mucho más allá de algo puramente humano o social.
54.- Por ello, la Eucaristía expresa y hace viva la comunión en la Iglesia diocesana, su contenido vital hace captar a los presbíteros su vinculación fundamental al ministerio y la persona del Obispo, en nombre de quien presiden la celebración eucarística en las comunidades parroquiales; hace experimentar a las comunidades su vinculación mutua y de todas ellas en la unidad de la Iglesia diocesana, pues en ella son un solo cuerpo, ya que todos participamos del mismo pan; y finalmente se pone en evidencia la vinculación de unos con otros que, como hermanos, somos reunidos por el Padre, en la mesa común de sus hijos.
CAPÍTULO V
La Iglesia como experiencia de compartir, servir y buscar el bien
“Los creyentes todo lo tenían en común…y no había entre ellos ningún necesitado…” (Hch 4, 32. 34)
55.- En estos pensamientos que les comparto acerca de la naturaleza y misión de la Iglesia, no puedo omitir el volver la mirada sobre el estilo de vida que marca el caminar de la primera comunidad, que se convierte en una propuesta alternativa que surge del corazón mismo de la comunidad creyente, y que deviene en el motor de una nueva cultura y sociedad a la que identifica la solidaridad. El mundo antiguo, en el que se asientan las primeras comunidades cristianas, enmarcado por los límites del Imperio romano, es un mundo al que caracteriza la insolidaridad, la violencia y la iniquidad, que proyectan como un espectro, la precariedad de vida, la incertidumbre por el mañana, y el debilitamiento de la esperanza. Sin duda, el nuevo estilo de vida cristiano y sus valores repercutieron, de forma directa en el Imperio y provocaron cambios radicales en la sociedad de entonces, como, por ejemplo, el cambio de actitud que le pide el apóstol Pablo a su discípulo Filemón (Fil. 8-21.).
56.- Jesús, al ser interrogado sobre la legitimidad del pago de impuestos al imperio, señaló con claridad: «denle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 15-22; Lc 20, 20-26.), estableciendo que hay una delimitación entre su misión evangelizadora y los mecanismos sociales y políticos por los que se rige la sociedad. Esta delimitación, no obstante, viene señalada por las motivaciones, desde las que se actúa y los medios que se emplean que no permiten su confusión, pero no en cuanto al sujeto, que es el ser humano, y que por igual debe ser el principal interés de ambas esferas.
57.- La Iglesia reconoce que «las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco», por lo tanto, es absolutamente legítima la exigencia de su autonomía (GS 36.). Sin embargo, este respeto de la legítima autonomía de las realidades temporales no significa que la tarea evangelizadora no tenga una repercusión y una palabra que decir sobre las realidades temporales, y que a los cristianos les competa, particularmente a los laicos en razón de su vocación específica (AA 31; ChL 15.) de buscar ordenar lo temporal hacia la construcción del Reino de Dios. Con relación a este tema capital, el Papa Francisco afirma que: «Leyendo las Escrituras queda claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación personal con Dios…La propuesta es el Reino de Dios (cfr. Lc 4,43); se trata de amar a Dios que reina en el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales. Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos: «¡Proclamad que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7)» (EG 180).
58.- Las primeras persecuciones de los cristianos, y de las que es un testigo singular el libro del Apocalipsis, son evidencia clara de cómo supieron oponerse a toda idolatría del poder (Ap 13, 1-8.), de la riqueza (Ap 3, 17-18-), o de cualquier realidad humana (Ap 2, 11.14.20.) que rechaza el señorío de Dios y que se convierten en causantes de muerte. Los discípulos de Jesús deben tener claro que su misión es hacer visible el Reino de Dios que crece. «El Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo toca todo y nos recuerda aquel principio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo: «Todos los hombres y todo el hombre. Sabemos que «la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre. Se trata del criterio de universalidad, propio de la dinámica del Evangelio… la misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una destinación universal. Su mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la existencia, todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño». (EG 181). Es este criterio, el que ha marcado la Iglesia de todos los tiempos, desde aquella primera comunidad en Jerusalén, y que la ha llevado a hacer una lectura de cada momento histórico, preguntándose como impregnar el mundo de los valores del Reino, siendo capaz de imaginar siempre de formas nuevas la caridad, que hagan posible su acercamiento y solidaridad con toda la humanidad, en particular con el que sufre o es más vulnerable. El recuerdo paradigmático de los primeros cristianos para la Iglesia de todos los tiempos debe seguir palpitando en nosotros: «ninguno entre ellos pasaba necesidad» (Hch 4, 34).
59.- Una vez más, el Papa Francisco nos interpela sobre la materialización del ideal cristiano y eclesial en el amor, por ello dice que: «Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante todo una atención puesta en el otro «considerándolo como uno consigo». Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia: «Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo gratis». El pobre, cuando es amado, «es estimado como de alto valor», y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos. Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto hará posible que «los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa» (EG 199). Todo un desafío para que encontremos la forma de concretar y testimoniar nuestro proyecto de vida cristiana que ha de convertirse en testimonio y modo de vida.
60.- La realidad de nuestra Iglesia diocesana está marcada por “grandes cambios que afectan la vida de su gente”. «Como discípulos de Jesucristo, nos sentimos interpelados a discernir los “signos de los tiempos”, a la luz del Espíritu Santo, para ponernos al servicio del Reino, anunciado por Jesús, que vino para que todos tengan vida y “para que la tengan en plenitud” (Jn 10, 10)» (DA 33). Volvemos por ello, nuestra mirada hacia algunos elementos de su vasta realidad, que quiero proponerles como objeto de reflexión y discernimiento, a fin de estimular acciones creativas, como las de los primeros cristianos, que respondan a los retos que nos plantean.
Una mirada a la realidad diocesana:
- Pobreza que prevalece:
61.- La zona norte del país mantiene índices alarmantes de pobreza, vinculados de forma significativa a la falta de oportunidades laborales que prevalecen, muchas vinculadas a la producción agrícola. La situación presenta un panorama que nos debe preocupar: la Zona Huetar Norte presenta una pobreza relativa de 28.7%, en la que el 11.2% es pobreza extrema y otro 17.5% pobreza no extrema. Las personas afectadas por estos datos, ascienden a 82.734 hombres y mujeres que viven en pobreza, y de ellas 9.307 personas en pobreza extrema de una población total de 288.271 personas.
62.- No estamos de frente a datos fríos de una estadística, sino de cara a un clamor que brota ahogado desde la existencia concreta de tantos hermanos y hermanas que no tienen lo necesario para una vida digna (Cfr. EG 187.188.). «Si alguno que posee bienes del mundo ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17.). «Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia». Esta preferencia divina… —debe ser— entendida como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia». Esta opción —enseñaba Benedicto XVI— “está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (EG 198); por ello tal y como nos lo recuerda el Papa Francisco es «de nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, —que debe brotar— la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad». (EG 186).
63.- La preocupación por los más pobres en nuestra Iglesia debe llevarnos a su encuentro, haciéndonos capaces como Jesús de experimentar la compasión (Mt 9,36.) y sintiendo el imperativo que el mismo Señor aviva en sus primeros discípulos: “denles ustedes de comer” (Lc 9,13.); invitándonos a formas siempre nuevas de caridad que promuevan la dignidad, y procuren su inclusión en sociedad y sean capaces de globalizar la solidaridad como estilo de vida. «De nuestra fe en Cristo, brota también la solidaridad como actitud permanente de encuentro, hermandad y servicio, que ha de manifestarse en opciones y gestos visibles, principalmente en la defensa de la vida y de los derechos de los más vulnerables y excluidos, y en el permanente acompañamiento en sus esfuerzos por ser sujetos de cambio y transformación de su situación. El servicio de caridad de la Iglesia entre los pobres “es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programación pastoral”» (DA 394).
- La familia:
64.- En zonas rurales, presionadas por la situación de precariedad, en que muchas veces se vive, está muy marcada la costumbre de que se permita el establecimiento de relaciones de pareja entre hombres mayores de edad y mujeres menores de edad, tipificadas por la ley como relaciones impropias, y que son consideradas delito, aun cuando las mismas puedan verse como “normales”, razón por la que no se denuncian, con el consecuente incremento de la maternidad en adolescentes. Ante situaciones como estas, no podemos sino experimentar una profunda preocupación que nos lleve a asumir compromisos concretos que promuevan la preservación de la dignidad de toda persona en el seno familia, más aún cuando se trata de los más vulnerables (Cfr. DA 444.).
65.- Sin pretender agotar en el problema señalado, todo aquello que afecta la vida de las familias, reafirmamos, junto a los obispos latinoamericanos, el valor de la familia en el proyecto de Dios, por consiguiente, «debe asumirse la preocupación por ella como uno de los ejes transversales de toda la acción evangelizadora de la Iglesia». Requerimos, como Iglesia diocesana, «de una pastoral familiar “intensa y vigorosa” para proclamar el evangelio de la familia, promover la cultura de la vida, y trabajar para que los derechos de las familias sean reconocidos y respetados» (DA 435).
- Los migrantes:
66.- En las zonas periféricas de la Región Huetar Norte, en que habitan muchas personas migrantes, particularmente nicaragüenses que se aventuran a buscar tras nuestras fronteras mejores condiciones de vida, las condiciones de trabajo se han recrudecido, llegando a niveles de calamidad, por las constantes violaciones a los derechos laborales: salarios incompatibles con la legislación costarricense, requerimientos laborales con diversos grados de exposición al riesgo por el uso de sustancias peligrosas, jornadas laborales extensas, exposición de personas a trabajo extenuante sin espacios protectores y sin lugares para realizar sus necesidades fisiológicas, y en ocasiones cuando los trabajadores hacen uso del derecho al reclamo son sancionados con el despido. Se mantiene la política de contratación temporal (3 meses), que permite evadir las responsabilidades patronales, y se recurre a la figura “legal” del intermediario, que es permitido por el Código de Trabajo, y que según expresan mismos trabajadores, establecen relaciones laborales en las que no se les reconocen muchos de los derechos tutelados por nuestra legislación laboral.
67.- No obstante las iniciativas del Estado, y de diferentes agrupaciones defensoras de los derechos de los migrantes, en busca de resolver legalmente el status migratorio de estas personas, ya sea con la concesión de la cédula de residencia, o por medio del permiso formal para trabajar; existen en la zona, un significativo grupo de inmigrantes en condición de irregularidad migratoria, que quedan al margen de una auténtica integración local en el ejercicio de sus derechos elementales, como la salud, la educación, o el ser sujetos de beneficios que pueden mejorar su calidad de vida. Existe también, en la problemática que afrontan los migrantes, un factor de género que también debe tenerse en cuenta, ya que las mujeres son las que en gran mayoría son afectadas por las realidades antes descritas, al ser víctimas del privilegio que se hace de los hombres o de los hijos en edad productiva en los procesos legales de calificación.
68.- Ante el drama que se dibuja en el rostro de tantos hermanos nuestros inmigrantes, no podemos evadir confrontarnos ante palabras que el Papa ha expresado, como lo hizo en Ciudad Juárez, al señalar que esta crisis (se refiere al movimiento migratorio masivo entre México y EUA): «que se puede medir en cifras, nosotros queremos medirla por nombres, por historias, por familias» (VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A MÉXICO SANTA MISA. HOMILÍA DEL SANTO PADRE Área de la feria de Ciudad Juárez. Miércoles 17 de febrero de 2016.); o lo dicho frente a la tragedia de la muerte de tantos que fallecen al intentar atravesar el Mar Mediterráneo buscando en Europa un mejor horizonte: «No hay que construir muros sino puentes. No hay que cerrar puertas sino abrirlas». También nuestros Obispos en América Latina y el Caribe claman por lo mismo: «Es expresión de caridad, también eclesial, el acompañamiento pastoral de los migrantes» (DA 411), tarea urgente que no podemos evadir.
- El cuido y la responsabilidad por el ambiente:
69.- Una atenta lectura de la carta encíclica Laudato Si, del Papa Francisco, nos permitirá extraer luces que nos iluminen de frente a problemas que tocan la realidad del medio ambiente, de “nuestra casa común” y que, en el contexto diocesano, nos hacen ver diferentes focos de preocupación. De forma particular, quiero detenerme a compartir mis preocupaciones en relación con la expansión del cultivo de la piña y su impacto. El efecto de la expansión de la industria piñera, en la Región Huetar Norte, ha tenido un impacto de deterioro de 3192.70 hectáreas en la cobertura forestal, en un período comprendido entre el año 2000 al 2015. El 32.5% del territorio de esta región en la que está asentada nuestra Diócesis, está hoy ocupado por la industria piñera, con repercusiones evidentes en la calidad de las aguas (por ejemplo el caso del acueducto de Veracruz de Pital) y esterilización de las tierras por el uso de agroquímicos, con un peligro cada vez mayor por la cercanía de las plantaciones a áreas habitadas por personas; la desertización de las áreas cultivadas que afecta el caudal de los ríos, y la dependencia unilateral que se produce de esta fuente de trabajo. No obstante, hemos de reconocer que, existen en nuestra diócesis, empresas que trabajan esta producción con verdadero sentido social y laboral, en protección responsable del ambiente también.
70.- Al abordar el Papa Francisco el tema del «cuidado de la casa común», refiriéndose al universo de relaciones que existe entre desarrollo, pobreza, sociedad, producción, sostenibilidad, contaminación, presente y futuro, y otras tantas realidades que tocan el sentido de nuestra vida y su relación con el medio ambiente, señala que «es necesaria una ecología económica, capaz de obligar a considerar la realidad de manera más amplia» (LS 141.) que el estrecho horizonte del beneficio inmediato; —y agrega, por ello que—, «la protección del medio ambiente deberá constituir parte integrante del proceso de desarrollo y que por ende, no podrá considerarse en forma aislada» (LS 141.), frente a la consideración esencial del verdadero desarrollo «que no se reduce al simple crecimiento económico, sino que debe ser integral…» (PP 14.).
71.- Nosotros, como creyentes, no podemos hacer una lectura del uso que se hace de los recursos naturales simplemente desde su beneficio económico. «La tecnología que, ligada a las finanzas, pretende ser la única solución de los problemas, de hecho, suele ser incapaz de ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y por eso a veces resuelve un problema creando otros» (LS 20.). En un contexto de acelerados cambios en todos los niveles de la vida del hombre y la sociedad, se palpa la contradicción de los mismos con «la natural lentitud de la evolución biológica», a lo que «se suma el problema de que los objetivos de este cambio veloz y constante no necesariamente se orientan al bien común y a un desarrollo humano, sostenible e integral» (LS 18.). La destrucción de la diversidad biológica, la acidificación del suelo y del agua; el efecto de todo esto en la salud de las poblaciones, y otros tantos factores provocados por los procesos de producción agro industrial, deben llamar nuestra atención y nos deben empujara una búsqueda crítica de respuestas más integrales (Cfr. DA 471.).
- El acceso a la educación superior:
72.- El Papa Francisco, recordándonos la enseñanza social de la Iglesia, nos ha advertido fuertemente sobre el efecto de un engranaje social y económico que provoca sistemáticamente la “exclusión” de una gran mayoría de sus miembros, entre los que dolorosamente hay que acentuar a los jóvenes. La exclusión, no es un efecto casual del modelo de desarrollo que impera, sino un efecto calculado del mismo (Cfr. SRS 16.), que provoca como consecuencia que, «grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida» (EG 53), a lo que tendríamos que agregar como presupuesto del verse excluidos del mundo laboral, la exclusión que antecede de las oportunidades de una sólida educación profesional que ayude a los jóvenes a insertarse en el mundo del trabajo.
73.- La zona norte no cuenta con suficientes posibilidades accesibles a la educación superior, de forma que aquellos jóvenes que tienen recursos necesarios, se ven obligados a emigrar al área metropolitana en búsqueda de oportunidades; mientras que aquellos que no, ven naufragar sus aspiraciones en un mundo laboral sumamente estrecho, que ni a ellos, ni a los jóvenes que salen a estudiar, les ofrece alternativas de desarrollo personal y familiar. Una sociedad que descarta a sus jóvenes, está sacrificando, sobre el altar del sin sentido, su propia esperanza. Hago un llamado vehemente para que se ponga atención también a esta problemática, que, ante la carencia de oportunidades laborales dignas, abre la puerta a la tentación de buscar una salida en la búsqueda del dinero fácil, o quedarse en la inactividad estéril y abierta a otros males mayores.
- Las drogas:
74.- El flagelo de la droga se ha incrementado en su consumo y en su comercialización; este triste y lamentable fenómeno, que hasta hace poco afectaba solamente el mundo urbano, ha penetrado también la realidad de las comunidades rurales. El efecto, esta realidad se evidencia directamente vinculada al incremento de la comisión de delitos como el robo y el hurto, y al incremento de la violencia que, en algunas ocasiones, hace su aparición incluso a nivel de crimen organizado. Lamentablemente, en la mayoría de los más de 300 pueblos y comunidades que he visitado pastoralmente, no ha faltado que me informen que sufren a causa de la droga y sus consecuencias, sobre todo en nuestros jóvenes, esperanza de la sociedad y de la Iglesia.
75.- Con el Papa Francisco, he de decir un sí rotundo a la vida, a la dignidad de la persona humana, al amor y a los valores que fundamentan la existencia del ser humano sobre un cimiento sólido, y que, por el contrario, exigen un no radical a cualquier tipo de droga. En una sociedad que quiere la vida «no hay espacio para las drogas, para el abuso del alcohol, para otras adicciones…La droga es un mal, y con el mal no puede haber fisuras o compromisos…» (Papa Francisco, XXXI Conferencia contra Narcotráfico, Roma 17 al 21 de junio 2014.) El ambiente disfuncional y conflictivo, que toca la vida de muchas familias y de la sociedad en general, aparece como el caldo de cultivo de esta problemática: para unos como evasión de la realidad, para otros como medio de subsistencia a través del narcomenudeo. Frente al creciente desarrollo de esta problemática, la intervención policial para su control resulta impotente, y además no enfrenta las raíces del problema, sino que le da una respuesta simplemente represiva. Por ello, nos toca a toda la sociedad buscar respuestas más integrales, sólidas y preventivas.
- Una cultura consumista y violenta:
76.- La Iglesia nos transmite un concepto positivo y esperanzador de cultura (Cfr. GS 53.), según el cual este término encierra toda la actividad del ser humano (Cfr. EG 115.), su forma de actuar, pensar y valorar, su manera de relacionarse con el mundo creado y en particular con sus semejantes, se trata en definitiva de toda una mentalidad. Pero este alcance positivo del concepto de cultura, puede tornarse negativo cuando el ser humano, en vez de extender un hálito de vida, expande un espectro destrucción de la vida, entonces surge entonces lo que el Papa San Juan Pablo II llamó “cultura de muerte” (Cfr. EV 12.).
77.- Por ello, de frente a diferentes manifestaciones de muerte, debemos ser capaces de propiciar un cambio cultural, es decir un cambio de mentalidad. No basta con inducir -sea mediante las leyes u otro mecanismo- a cambiar “algunas cosas”, si nuestra mentalidad, o nuestro yo más profundo vive anclado en una experiencia negativa de la cual surge solamente destrucción. Por esta razón, afirmaba el Beato Pablo VI que la evangelización no consiste solamente en llevar el Evangelio a zonas geográficamente más amplias, «sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación» (EN 19). Esta es la evangelización que promueve una auténtica e integral conversión y crea una nueva cultura.
78.- En este sentido, estamos llamados a tomar conciencia acerca del rumbo que muchas veces pareciera seguir la sociedad en la que vivimos, y que nos arrastra hacia un egocentrismo exacerbado, a un consumismo desmesurado, a un insano culto a la apariencia, con persistentes comportamientos narcisistas, explotación del erotismo como estrategia de comunicación, y a la anulación del verdadero encuentro humano. Prueba de ello, es el indiscriminado consumo de pornografía por personas de todas las edades y ante el cual los conceptos morales parecen desaparecer. Al mismo tiempo, tenemos también la búsqueda del dinero fácil como mecanismo para forjarse una posición social; el resquebrajamiento de la familia, y el relativismo ético se impone como modo de aceptación grupal. Y, lamentablemente, no falta la violencia de todo tipo, incluso en las carreteras en las que se marca una triste curva de ascenso en la pérdida de vidas humanas que condena a la esterilidad los diferentes llamados a fomentar una cultura de respeto y de paz en las vías. Todos estos rasgos son síntomas de la pérdida o, al menos, disminución del sentido de la dignidad de las personas.
79.- El Papa Francisco nos advierte, en este sentido, al decirnos que «el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la consciencia aislada». —Y continúa— «cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.» (EG 2). Por tanto, como cristianos e hijos de la Iglesia, hemos de abrirnos a la fe, a la esperanza y al amor. Estas virtudes teologales nos lanzan a un futuro mejor capaz de superar el egoísmo y el individualismo que nos encierran y paralizan.
- Creciente desencanto:
80.- Como un rasgo preocupante de la sociedad en la cual vivimos, constatamos que la falta de aplicación de la justicia, de forma pronta y cumplida, nos va haciendo caer en una apatía desesperanzada que desestimula el buscar la restitución del orden desde el marco legal, dando lugar a que se escuchen voces de personas que creen que la solución está en tomarse la justicia con sus propias manos. Otro tanto, podemos señalar en lo que se refiere al desencanto y falta de credibilidad existentes con algunos sectores de la clase política, pues comportamientos incoherentes y reiterados de parte de algunos que, en la sociedad, tienen la responsabilidad de la toma de decisiones, y a los que el pueblo siente lejos de sus aspiraciones de desarrollo, no solo por falta de actuación, sino también por el incumplimiento de promesas hechas.
81.- Frente a este panorama, hemos de afirmar nuevamente que sólo la esperanza es capaz de salvar al hombre (Cfr. Rom 8,24.), y que ésta no defrauda (Rom 5,5.), tal como lo expresé en mi primera carta pastoral. Por tanto, se trata de una esperanza activa, que ha de servir como la herramienta que nos ayude a abrirnos paso, con ánimo renovado, en medio de tanta realidad que provoca desencanto y pesimismo. Como lo he dicho reiteradamente, el cristiano y la persona de Iglesia, ha de marcar la diferencia allí donde está y en lo que haga; por ello, ojalá nos animen las palabras del Papa Francisco en este sentido: «Algunas personas no se entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y entonces para ellos es inútil esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a privar de mis comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado importante?». Con esa actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal actitud es precisamente una excusa maligna para quedarse encerrados en la comodidad, la flojera, la tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de una actitud autodestructiva porque «el hombre no puede vivir sin esperanza» (EG 275). Por consiguiente, como una actitud renovadamente cristiana y genuinamente eclesial, hemos de decir un rotundo no al pesimismo, al derrotismo, al no se puede, al no querer ir adelante, a la comodidad y a la pasividad, a la ley del mínimo esfuerzo y a toda forma de negativismo e inacción. Contamos con la fuerza y el impulso del Espíritu, la gracia de Dios nos sostiene y fortalece para continuar colaborando con la instauración del Reino y con este proyecto eclesial, que no es nuestro, sino de Dios.
82.- El testimonio solidario de los primeros cristianos que todo lo ponían en común para que a nadie le faltara lo necesario (Hch 2,45; 4,32.); el rechazo de toda avaricia (Hch 5, 2-3.); la capacidad para generar formas nuevas de atención a los más necesitados (Hch 6, 3.); la preocupación de Pablo para organizar con las comunidades una colecta para los pobres de Jerusalén, según se lo habían pedido los apóstoles (Cfr. Gal 2,9-10; 1 Cor 16,1; 2 Cor 8,1-4.); son, entre otros, algunos rasgos que delinean la vida de las primeras comunidades, las cuales, habían entendido claramente que sin amor la fe y la vida cristiana carecen de todo contenido y fundamento (Cfr. 1 Cor 13, 1 ss.). En estos rasgos, nuestra Iglesia diocesana debe descubrir un modelo que la estimule a responder con presteza a los retos que nos impone la realidad actual, algunos de los cuales he querido proponerles como objeto de reflexión, de forma que se afiance en todos, la consciencia de que la tarea evangelizadora al servicio de la cual la Iglesia está, no puede prescindir de su compromiso por la instauración del Reino (Cfr. DA 361.). «Si pretendemos cerrar los ojos ante estas realidades no somos defensores de la vida del reino y nos situamos en el camino de la muerte» (DA 358). «La vida de Cristo incluye la alegría de comer juntos, el entusiasmo por progresar, el gusto de trabajar y de aprender, el gozo de servir a quien nos necesite, el contacto con la naturaleza, el entusiasmo de los proyectos comunitarios…» (DA 356). A vivir esta maravillosa experiencia de Iglesia -desde la fe, la esperanza y el amor- es que les he querido invitar con estas reflexiones compartidas anteriormente.
CONCLUSIONES
83.- No obstante, para concluir de manera precisa y para animarles, una vez más, a pensar, sentir y actuar como Iglesia, les ofrezco las siguientes conclusiones que, al mismo tiempo, han de ser retos y desafíos que asumamos todos con verdadera corresponsabilidad eclesial.
1.- Una Iglesia diocesana capaz de vivir en comunión y unidad:
84.- Los bautizados que peregrinamos en la diócesis de Ciudad Quesada, debemos esforzarnos por dar este maravilloso testimonio de “comunión y unidad”, que nos lleve a concretizar la petición del Señor Jesús a su Padre: “Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.” (Jn. 17, 21.). Urgente prioridad, sobre todo para los que, por pura misericordia del Padre, hemos sido llamados a prestar algún servicio en las comunidades parroquiales como agentes de pastoral, quienes debemos amar y servir en primer lugar a la Iglesia diocesana. Por ello, no se justifica quedarnos en la individualidad de mi grupo apostólico, de mi vivencia en pequeñas comunidades, de mi carisma concreto, porque la belleza del cuerpo místico de Cristo está en la comunión y en la unidad (1 Cor. 12,7.).
2.- Una Iglesia diocesana capaz de dar testimonio de la fe en el amor:
85.- La espiritualidad cristiana es “un modo de conducirse por la vida”, como seres humanos débiles pero animados por la gran misericordia y gracia que Dios nos da de muchas maneras. Las personas con las que Dios nos da la oportunidad de compartir, durante este peregrinar hacia su presencia, deben de notar en nuestra conducta esos principios y valores con los que vamos dando olor de Evangelio a todo lo que hacemos. De la misma forma, en cada comunidad parroquial se deben notar esas obras de amor especialmente hacia las periferias existenciales que abundan hoy en nuestro entorno. Es allí, en la cercanía y en la ternura hacia los excluidos de la sociedad, donde debemos hacer presente a Jesucristo que vino a servir y no a ser servido. Como Diócesis, estamos llamados a promover, aprovechar y animar el servicio del Fondo para los pobres “Padre Eladio Sancho”, de tal manera que llevemos un poco de consuelo a tantas personas que viven en extrema pobreza en nuestras comunidades parroquiales.
3.- Una Iglesia diocesana más misionera, alegre y en salida, guiada siempre por el Espíritu:
86.- Concretizar, con la fuerza del Espíritu, en todas las comunidades parroquiales de la Diócesis estos dos primeros desafíos, nos dará la alegría que necesitamos como Iglesia para atrevernos a vivir en actitud permanente de misión y de salida. Entonces será notoria una vida de comunión fraterna para ofrecerles a las personas a quienes vayamos a buscar, a los que por nuestra falta de coherencia de vida alejamos en algún momento del caminar eclesial, a los que hemos hecho sentirse menos dignos por concepciones eclesiológicas equivocadas, a quienes no están dentro de la pastoral de la conservación, en fin, a aquellos que hoy son presa fácil del indiferentismo religioso, es decir a todas las periferias existenciales.
4.- Una Iglesia diocesana comprometida con los retos de hoy:
87.- Como Iglesia diocesana, debemos experimentar un profundo dolor ante las consecuencias de los embates agresivos de la “cultura de la muerte” que ya cité anteriormente. Pero no podemos quedarnos solamente en ese sentimiento de dolor, sino que hemos de sentirnos retados y desafiados por esas consecuencias dolorosas, por tanto, hemos de ser audaces y creativos para que, en la vida pastoral de cada una de las comunidades parroquiales de la Diócesis, se lleve esa agua fresca del encuentro con Jesucristo a cada uno de los ambientes en donde esté presente un hijo muy amado de Dios, en la familia, en la niñez, en la juventud, en la vida adulta, en el adulto mayor, en el trabajo, en la diversión, en el deporte, en la cultura y el arte, en la tecnología y en nuestra casa común.
5.- Una Iglesia diocesana que, desde este mundo, camina hacia los valores definitivos:
88.- Si queremos, como Iglesia diocesana, caminar de forma responsable en este peregrinar que nos concede nuestro Padre misericordioso, no debemos quitar nuestra mirada, llena de esperanza, de la única plenitud de alegría a la que hemos de aspirar, que es la vida eterna. Esta esperanza en los valores definitivos es la que nos debe dar las razones suficientes para que nuestra conducta marque la diferencia en la forma de hacer las cosas en medio de una sociedad tan frágil y líquida como en la que nos corresponde vivir, y en la que hemos de aportar -por propia misión- la alegría, la esperanza, la luz y la sal del Evangelio de Jesucristo, para dar sentido y fruto a lo que somos como cristianos e hijos de la Iglesia. La intercesión de la Santísima Virgen María, Nuestra Señora de Guadalupe, y de San Carlos Borromeo, nos ayude a llevar a feliz término este proyecto de vida cristiana y eclesial que ha sido puesto en nuestras manos.
En la sede episcopal de Ciudad Quesada, a los ocho días del mes de setiembre del año del Señor dos mil diecisiete, fiesta litúrgica de la Natividad de la Santísima Virgen María.
MONS. JOSÉ MANUEL GARITA HERRERA
Obispo de Ciudad Quesada