
Domingo de Ramos de la pasión del Señor
28 de marzo de 2021, Catedral de Ciudad Quesada, 11:00 a.m.
Hermanos todos en el Señor:
Con esta celebración del Domingo de Ramos de la pasión del Señor damos inicio a la celebración de la Semana Santa que nos permite conmemorar los misterios centrales de nuestra fe cristiana. Damos gracias al Señor, porque a diferencia del año pasado, a causa de la pandemia que nos afecta, este año sí podemos congregarnos para celebrar y compartir estos misterios en nuestros templos. Como lo hemos hecho hoy, respondamos al Señor en estos días para compartir con él la celebración de estos misterios, ojalá presencialmente en nuestros templos.
La Semana Santa tiene como extremos propios este domingo y el próximo de pascua de resurrección. Hoy conmemoramos el misterio de la pasión de Cristo que lo llevará a su muerte salvadora por nuestra redención. Y el próximo domingo celebraremos el triunfo definitivo sobre la muerte gracias a la resurrección del Señor. Entre tanto, durante los días de la semana, acompañaremos a Cristo, paso a paso, a través de los acontecimientos que provocaron y desencadenaron su pasión y muerte, en la manifestación del acto de amor más grande el mundo: la entrega de su vida, a través del dolor, el sufrimiento y la muerte por nuestra salvación.
La celebración de hoy se caracteriza por elementos triunfantes y elementos dolorosos a la vez. Elementos triunfantes, porque Jesús entra en Jerusalén, es aclamado como Mesías, como el bendito que viene en nombre del Señor, es proclamado como el hijo de David; las palmas y ramos nos recuerdan este aspecto. Elementos dolorosos, porque Jesús entra a Jerusalén para padecer y morir por nuestra salvación. El triunfo del amor de Dios sobre el mal y la muerte no se manifiestan en el poder o en la gloria humana, sino en la muerte, que pasa por el dolor y el sufrimiento, para darnos la vida eterna, el triunfo definitivo en la resurrección.
Jesús, que es aclamado hoy como Mesías, entra a Jerusalén como siervo humilde, montado sobre un burro; siervo que nos da ejemplo de humildad y obediencia frente a la voluntad de Dios. Se somete, asume el dolor y la muerte para dar cumplimiento al designio salvífico de Dios en favor nuestro. Por ese amor, el más grande que hay, y que consiste en entregar y dar la vida, Jesús asume su pasión y su muerte en obediencia humilde al Padre y en favor nuestro para nuestra salvación.
En la primera lectura hemos escuchado parte del tercer cántico del siervo sufriente de Yahvé del profeta Isaías. La Iglesia lo ha visto siempre como preanuncio del Mesías, especialmente en su pasión. En efecto, se trata de un siervo maltratado, humillado e ignorado por ser fiel a la palabra de Dios. Nos dice este siervo que “ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro a insultos y salivazos”. Sin duda es una imagen fiel y dramática de Jesús en su pasión. Pero notemos que es un siervo que asume todo este dolor y humillación confiando en Dios que no le abandona. Así asumirá Jesús su pasión y su muerte: con confianza y abandono absolutos en Dios, como también lo pone de manifiesto el salmo 21 con el cual hemos rezado. Así hemos de asumir también nosotros los dolores, sufrimientos y pruebas de la vida: con confianza y en manos de Dios.
Tan siervo es Jesús, que Pablo, en el bello y sublime himno cristológico de la segunda lectura de filipenses, nos dice que Él, siendo Dios se despojó de su condición divina, se humilló y rebajó, pasando este siervo como uno de tantos, obedeciendo y aceptando la muerte y una muerte de cruz, la más humillante e ignominiosa por puro amor y misericordia, para salvación nuestra. Este es el siervo humilde, que obedece, que asume la cruz y que se entrega hasta la muerte.
Finalmente, hemos escuchado el relato impresionante y conmovedor de la pasión de Cristo, según San Marcos. Allí encontramos también al siervo humilde y obediente que se entrega hasta la muerte. Marcos responde a la pregunta quién es Jesús. Quién es ese condenado a muerte, ese que sufre, que es humillado, crucificado y que muere en la cruz. Jesús es Dios, el que muere en la cruz es el Hijo de Dios que nos libra del pecado y de la muerte eterna. Por ello, el oficial romano, en el momento de la muerte de Jesús, dirá: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”. Hermanos, en la pasión y en la cruz se manifiesta el poder de Dios, poder que salva y redime a quienes humildemente obedecen a su voluntad.
Entramos en la Semana Santa para contemplar y celebrar el misterio infinito del amor de Dios. Acompañamos a Cristo en los momentos culminantes de su vida. Por ello, tratemos de entrar en los mismos sentimientos de Cristo y asumirlos nosotros también, es decir, sentimientos de humildad, obediencia, confianza en Dios, misericordia y compasión, capacidad de entrega en el amor, solidaridad en el sufrimiento. Pensamos y oramos en todos los que a semejanza de Cristo sufren hoy, pero especialmente en los que más han padecido y han muerto también a causa de la prueba dolorosa y difícil de la pandemia. Vivamos estos días santos con profundidad espiritual, en espíritu de oración y con verdadera actitud de meditación de los misterios que nos han salvado y nos han dado vida eterna por la pasión, muerte y resurrección de Cristo.