
Misa Crismal.
Jueves Santo, 6 de abril de 2023. Catedral de Ciudad Quesada, 10:00 a.m.
Hermanos todos en el Señor:
Como pueblo de Dios, santo y sacerdotal, nos hemos reunido un año más para esta importante y significativa Misa Crismal que, como bien sabemos, tiene como finalidad la confección de los materiales sacramentales para la inminente Pascua y para la administración sacramental de todo el año hasta la siguiente Semana Santa. El obispo, como sumo sacerdote de su diócesis, se reúne con sus presbíteros y fieles laicos para realizar esta gran acción sacramental de la que brota vida divina y gracia para santificación de la Iglesia.
Asimismo, se pone de manifiesto en esta celebración el carácter sacerdotal de todo el pueblo santo de Dios, que es la Iglesia, conformada por quienes están marcados por el sacerdocio común de los fieles, recibido en el bautismo, y por quienes estamos sellados por el sacerdocio ministerial, que por el orden nos ha ungido para actuar en la misma persona de Jesucristo cabeza, para bien y salvación del pueblo santo. En la Iglesia y para la Iglesia, el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles no solo son diferentes en grado, sino también en esencia, se ordenan el uno al otro y participan, cada uno a su modo, del único sacerdocio de Jesucristo (cfr. LG 10). Por ello, esta nuestra celebración es sacerdotal y sacramental para todo el pueblo santo de la única Iglesia de Cristo el Señor.
Deteniéndonos en la importancia y grandeza del sacerdocio ministerial para la vida de la Iglesia, en una de sus habituales cartas a los sacerdotes con ocasión de la Misa Crismal de 1989, el papa San Juan Pablo II introducía una interesante referencia a la vocación sacerdotal y al Espíritu Santo que guía a la Iglesia con su luz. Decía entonces: “Como deudores de la inescrutable gracia de Dios, nosotros nacemos al sacerdocio; nacemos del corazón del Redentor mismo en el sacrificio de la cruz. Y, al mismo tiempo, nacemos del seno de la Iglesia, pueblo sacerdotal. Este pueblo es el terreno espiritual de las vocaciones, la tierra cultivada por el Espíritu Santo, Paráclito de la Iglesia hasta el fin de los tiempos”.
Treinta años después, en el marco de la Misa Crismal, celebrada en la Basílica de San Pedro del Vaticano, el Jueves Santo del año 2019, el papa Francisco se refería a la misión confiada al sacerdote ordenado, utilizando un juego de palabras tan verdadero como ilustrativo de la vida sacerdotal: “Somos ungidos para ungir. Ungimos repartiéndonos a nosotros mismos, repartiendo nuestra vocación y nuestro corazón”. En efecto, hermanos, la esencia del sacerdocio ministerial es entregar la propia vida, para dar la vida de Dios a la Iglesia y al mundo. Se trata de repartir y prodigar aquellas riquezas que han sido puestas en nuestras manos para bien de la Iglesia, y que no son nuestras, sino de Dios y para los demás. El ministerio sacerdotal no nos pertenece, por tanto, tampoco nos pertenecemos a nosotros mismos, pues nos hemos consagrado y dedicado, libre y exclusivamente, a Dios y a la Iglesia para siempre.
Por pura gracia y misericordia de Dios, a semejanza del profeta Isaías y del mismo Jesús, en el evangelio de san Lucas, el sacerdote es ungido, marcado y sellado por siempre, para anunciar la buena noticia a los pobres y sufridos, para consolar y liberar a lo afligidos, para predicar y realizar el perdón del Señor, para proclamar y llevar a cumplimiento la palabra de Dios para salvación de todos, con la fuerza e impulso del Espíritu de Dios que se le ha comunicado y que mueve toda su vida.
Los sacerdotes sabemos bien que hemos sido llamados, amorosa y gratuitamente, para ser ungidos y para ungir, a través de un servicio que no es pura acción humana, sino de un verdadero “officium amoris” (servicio de amor) como lo calificaba San Agustín. Se trata, pues, de un servicio de entrega constante, total, generosa y desinteresada; entrega hasta dar la vida a semejanza de Jesús, el testigo fiel, que nos amó y nos purificó de nuestros pecados con su sangre, para hacer de nosotros un reino de sacerdotes, como lo escuchamos en la segunda lectura del Apocalipsis.
Efectivamente, todos los sacerdotes hemos sido “ungidos para ungir”. Es decir, para ayudar a otros a ser fieles a la vocación bautismal o para escuchar y seguir esa misma vocación ministerial en la entrega de nuestra existencia a Dios y a los hermanos con sincera generosidad. Ungir, como servicio de amor, es darse, entregarse y consumirse sacerdotalmente como el Señor que se ofreció hasta la muerte en la cruz para darnos vida.
Ante la grandeza del ministerio sacerdotal, además del estupor y agradecimiento que nos embargan por tan sublime y sacrosanto misterio, la exigencia inmediata que surge como compromiso para nosotros sacerdotes es la fidelidad. Reconocer humildemente que hemos sido llamados y ungidos por pura misericordia, y no por mérito alguno de nuestra parte, es la motivación principal para ser fieles, es decir, para vivir totalmente dedicados a lo que somos; para vivir en rectitud, santidad y testimonio edificante; para consumirnos, en tiempo y fuerzas, a través de una auténtica y generosa caridad pastoral que no es otra cosa que dar y entregar la vida por el Señor y por su Iglesia. Fidelidad y santidad han de ser la consigna de cada momento, situación, circunstancia y acción de nuestro ministerio. Además, fidelidad y santidad son sinónimo de fecundidad apostólica y de credibilidad ministerial. Santos y fieles: no hay otra forma de ser y vivir como sacerdotes, queridos presbíteros. Pidamos y renovemos hoy, con profunda emoción y gratitud, la gracia sacerdotal que un día recibimos por la imposición de las manos y que nos convirtió en otro Cristo.
Queridos fieles laicos, también miembros del pueblo sacerdotal de la Iglesia, sigan orando con perseverancia y generosidad por sus sacerdotes, para que seamos fieles y santos, para que vivamos con alegría y generosidad nuestro santo ministerio, y para que les sirvamos a ustedes, hoy y siempre, con grandeza de corazón y con una total capacidad de dar la vida. Cristo, el ungido del Padre, que se entrega sacerdotalmente una vez más en la Eucaristía, nos ayude con su gracia a llevar a feliz término esta obra sacerdotal que quiso realizar maravillosamente en cada uno de nosotros. Amén.