
Solemnísima Vigilia Pascual,
3 de abril de 2021, Catedral de Ciudad Quesada, 8:00 p.m.
Hermanos todos en el Señor:
Con esta solemnísima celebración, llegamos a la meta de todo nuestro camino preparatorio cuaresmal; nos encontramos en el culmen de todas las celebraciones litúrgicas de la Iglesia; y estamos también en la madre de todas las vigilias para celebrar el acontecimiento central y esencial de nuestra fe cristiana como lo es la gloriosa resurrección de nuestro señor Jesucristo, que ha salido victorioso del sepulcro venciendo la muerte, para darnos vida eterna, entrar en el cielo y participar de su triunfo glorioso.
Con el libro del Éxodo, diríamos que esta “es la noche de vela en honor del Señor” (12,42), semejante a la memorable y gloriosa noche de la salida de los israelitas de Egipto. En ese maravilloso acontecimiento de entonces, el Señor “pasó” para salvar y liberar a su pueblo oprimido por la esclavitud. En una noche semejante, pero más gloriosa y maravillosa que aquella del Éxodo, Cristo “pasó” de la muerte a la vida, y con este paso, con esta pascua, nos liberó de nuestro gran enemigo que era la muerte eterna.
Nos encontramos, como dije anteriormente, en la acción litúrgica por excelencia de la fe de la Iglesia, y recordemos que la liturgia es actualización de los misterios y presencia viva de Dios a través de los signos, en este caso el acontecimiento fundamental y central de la salvación: la muerte y resurrección del Señor. Por ello, la cantidad y riqueza de los signos de esta solemnísima vigilia expresan el significado de la resurrección de Cristo y su efecto en nosotros, dígase desde la luz y el fuego que disipan las tinieblas, en el agua que nos regenera, en el pregón que nos hace exultar y alabar, en la palabra que nos anima y fortalece, en el bautismo que nos da nueva vida, y en el banquete eucarístico que nos alimenta y santifica. Todos estos son signos de vida y salvación que nos comunican la nueva vida en Cristo, gracias a su misterio pascual. Por ello, en esta santa noche, todos experimentamos alegría y gozo desbordantes, alabanza y gratitud plenas a Dios por este acontecimiento de la victoria de Cristo que nos ha salvado y redimido.
Como lo hemos podido percibir y apreciar, la riqueza y abundancia de la palabra de Dios que se nos da dado, y que hemos compartido esta noche santa, ha puesto de manifiesto el paso y la acción salvadora de Dios en medio de su pueblo elegido Israel y, al mismo tiempo, cómo esta salvación ha llegado a su máxima plenitud en el acontecimiento de la resurrección de Cristo. Nuestro Dios es un Dios que se hace presente, que actúa y salva en la historia, en la vida y acontecimientos de cada uno de nosotros. Esta es la maravilla que celebramos y compartimos en esta acción litúrgica de la Pascua.
En las lecturas de la palabra del Dios que nos habla y salva, hemos contemplado la maravilla de la creación y la fe incondicional de Abraham en el Génesis; la prodigiosa salida de Egipto y el fin de la esclavitud en el Éxodo. Hemos escuchado a Isaías decir que la alianza de Dios con nosotros es una relación amorosa y esponsal marcada por eterna fidelidad y por la abundancia de los dones que nos da. Hemos oído reverentes a Baruc cómo Dios nos guía por un camino de plenitud a través de la ley que expresa su voluntad; y hemos escuchado a Ezequiel que ha dejado patente la creación de una nueva humanidad con un corazón renovado y purificado por parte de Dios.
Sin duda, todas estas maravillas de salvación realizadas en el antiguo Testamento tienen su cumplimiento en el misterio pascual del Señor Jesucristo, y también en nosotros que somos destinatarios y beneficiarios de este don maravilloso. Por ello, San Pablo, de manera elocuente, nos ha recordado en la carta a los romanos que “por el bautismo fuimos sepultados con Cristo en su muerte, para que así, como él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva”. Y como magnífico coronamiento de toda esta riqueza y enseñanza de la palabra, San Marcos nos da cuenta que las mujeres encontraron la piedra corrida y el sepulcro vacío, como prueba de que efectivamente no estaba allí, porque había resucitado. Esta grandiosa y suprema verdad es la que proclamamos y celebramos hoy: ¡Cristo ha resucitado!
Hermanos, esta verdad tiene que ver directamente con nosotros, con nuestra vida y con nuestra historia personal y comunitaria. Ya nuestro destino no es la muerte eterna, sino la vida eterna en el cielo. Ya no somos el hombre viejo marcado por el pecado y el mal, sino personas nuevas y redimidas en Cristo. Ya no podemos ser los mismos de antes, porque lo antiguo ha pasado y lo nuevo ha comenzado. Hemos sido regenerados, resucitados y salvados desde el bautismo, ¡qué maravilla de sacramento es la nueva vida divina y eterna para nosotros en el bautismo! Renovemos hoy -especial y conscientemente- esta condición de bautizados, hijos de Dios y resucitados en Cristo, y también las promesas y compromisos de nuestro bautismo que han de traducirse en la vida concreta, acontecimientos y circunstancias de cada uno de nosotros. Este será el gran fruto que recibamos de la celebración de la Pascua.
También este habrá de ser el testimonio y compromiso que hemos de asumir como cristianos en el mundo, en medio de una sociedad que parece que vive cada vez más como si Dios no existiera. De esta constatación triste y preocupante, se deriva la presencia de una cultura que va contra lo que sea Dios, fe y religión; una cultura contra lo que sea Iglesia, creencia en el más allá, valores espirituales y morales, incluso contra el principio de todo y derecho fundamental como lo es la vida. En fin, diríamos que nos circunda una cultura atea y de muerte. Sin embargo, nosotros creyentes, vemos y asumimos esta realidad desde el acontecimiento de la resurrección de Jesucristo, que ya nos ha traído vida en abundancia, y más todavía, que es para nosotros esperanza de vida eterna en el cielo.
Hoy nos alegramos, de manera particular, por estos 47 hermanos del Camino Neocatecumenal, de Catedral y San Roque, quienes han concluido felizmente su itinerario de renovación bautismal. El Señor les bendiga abundantemente y les conceda obtener muchos frutos de esta experiencia, les haga perseverar en la fe y comprometerse cada vez más con Dios y con la Iglesia. Asimismo, nos alegramos grandemente y damos gracias a Dios por el bautismo de María Judit, en unión de sus padres Rebeca y Jacob, de sus hermanos, familia y amigos.
Queridos hermanos en Cristo que ha resucitado, en la mesa eucarística que celebramos y de la cual participamos, se resumen y convergen todas las maravillas de esta vigilia pascual. Nosotros, el pueblo regenerado por el bautismo y en Cristo Resucitado, somos admitidos en el banquete pascual, para alimentarnos del cuerpo y la sangre del Señor que, por su resurrección, permanece siempre con nosotros hasta el fin del mundo, para que pasemos de la muerte a la vida a través del amor, con la esperanza segura de llegar al cielo para participar del triunfo definitivo y de la gloria eterna de Cristo Resucitado.
Así, sea, amén, aleluya, aleluya, aleluya.