
Celebración de la pasión del Señor,
Viernes Santo, 2 de abril 2021, Catedral de Ciudad Quesada, 4:00 p.m.
Hermanos todos en Cristo, que se entrega a su pasión y muere por nosotros:
En el ambiente de silencio, sobriedad y recogimiento característico de este Viernes Santo, celebramos el primer día del Triduo Pascual con la acción litúrgica de la pasión del Señor. El acento central de esta celebración es sin duda la entrega de Cristo a su pasión y muerte como manifestación suprema de su amor por nuestra redención. Se trata de una muerte gloriosa y salvadora, una muerte que infunde en nosotros esperanza de vida eterna por el triunfo de Cristo. Por consiguiente, esta no es una celebración fúnebre o de luto, sino la contemplación celebrativa y profunda del amor extremo de Dios que llega hasta la muerte para darnos vida eterna. Cristo se ha entregado totalmente, hasta el último respiro y aliento, y hasta la última gota de su sangre, de allí también el porqué del color litúrgico rojo del día de hoy, es decir, sangre de Cristo derramada por nuestra salvación.
Según la antiquísima tradición, la Iglesia no celebra la Eucaristía en este día, por ello se da paso a esta celebración particular conformada por cuatro partes, a saber: la liturgia de la palabra (que tiene como centro el relato de la pasión), la oración universal de los fieles, la adoración de la santa cruz y la comunión eucarística. El signo visible central de hoy es la cruz, no como instrumento de muerte, sino como árbol de donde brota la nueva vida; no como instrumento de fracaso, sino como trono de gloria desde donde reina nuestro salvador y redentor. La cruz es signo de salvación y redención gracias a la entrega y muerte de Cristo.
La liturgia de la palabra que hemos escuchado ha puesto de manifiesto, y de manera muy elocuente, la entrega de Cristo que puede mirarse bajo diversas figuras: como siervo en la primera lectura del profeta Isaías, como sacerdote compasivo en la segunda lectura de la carta a los hebreos y como rey que reina desde la cruz en la pasión según San Juan. Tres aspectos o realidades de la única pasión y muerte de Cristo que expresan la entrega suprema de su vida hasta la muerte, una muerte que no queda en el fracaso, sino que trae vida y salvación.
Desde muy antiguo, el cuarto cántico del siervo de Yahvé de Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura, se ha identificado con la pasión de Cristo. Se trata de un siervo que pasa por el sufrimiento y la humillación hasta llegar al sacrificio y la muerte. Pero este siervo vencerá incluso la misma muerte, pues Dios tendrá la victoria final para salvar a la humanidad. Sin duda se trata de una alusión y aplicación perfectas al misterio pascual de Cristo. La dramática descripción del siervo no quedará en el fracaso y la muerte, sino en la victoria que salva. Por ello, el horror al verlo porque estaba desfigurado y porque no tenía aspecto de hombre; el despreciado y rechazado, varón de dolores que soportó nuestros sufrimientos; el cordero que no abría la boca, que fue llevado a degollar; el que soportó el castigo que nos trae la paz y por cuyas llagas hemos sido curados. Sin duda toda esta descripción se refiere a Cristo, el siervo que se entrega con amor extremo por nuestra salvación. Recordemos que Jesús muere en el mismo momento en el cual se inmolan en el templo los corderos destinados a la celebración de la Pascua.
De manera muy consoladora, el autor de la carta a los hebreos nos presenta a Cristo como sumo sacerdote compasivo, que pasó por la prueba, el dolor y el sufrimiento para interceder por nosotros y darnos misericordia, por eso nos entiende y nos comprende en nuestros sufrimientos y debilidades. Es el sacerdote que aprendió a obedecer hasta la muerte, por ello se ha convertido en causa de salvación eterna para nosotros.
Finalmente, la pasión según San Juan nos presenta a un Jesús con autoridad propia, a un Cristo victorioso que domina la escena incluso de su pasión, que más bien interroga a sus adversarios, que inicia el camino de su muerte salvadora en un huerto del torrente Cedrón y terminará sepultado en un huerto que había donde lo crucificaron; en un jardín o huerto fue la primera caída y la primera muerte; de un jardín o huerto saldrá la resurrección. Pero lo más importante que acentúa Juan, es a un Jesús que se reconoce a sí mismo como rey ante Pilato y que morirá crucificado como el rey de los judíos. Desde todos estos detalles se entiende por qué hoy celebramos la muerte gloriosa de Cristo que nos salva y redime. Qué misterio más grande de amor, qué locura de amor más extremo por nosotros. Por ello, hoy contemplamos y agradecemos reverentes la entrega y la muerte de Jesús.
Después pasaremos a la oración universal de los fieles, en la cual pediremos por el mundo, por todos los hombres (creyentes y no creyentes), por los que sufren, especialmente en este tiempo de pandemia. Nos presentaremos como una Iglesia orante e intercesora inspirada en la suprema solidaridad de Jesús que se entrega y muere por nosotros en la cruz.
El descubrimiento y adoración de la santa cruz será un signo fuerte y elocuente en este día. Adoramos la cruz no por sí misma, sino por Aquél que estuvo clavado en ella, y que nos ha salvado desde ese árbol de vida y bendición, ya no de muerte y maldición. Adoramos la cruz por el misterio de amor supremo que nos ha redimido, la adoramos porque es para nosotros signo de eterna salvación.
Finalmente, compartiremos la comunión eucarística que nos hace participar de la muerte gloriosa de Cristo y de sus frutos de salvación. La comunión eucarística es la alianza nueva y eterna sellada con la sangre del Cordero, y nos permite participar, ya desde ahora, en el banquete eterno de las bodas del Cordero que se ha entregado por nuestra salvación.
Hermanos, como ha sido y será patente, tanto desde el fuerte contenido de la palabra de Dios y desde los elocuentes signos litúrgicos de esta celebración, estamos participando de la celebración de una muerte que salva; muerte victoriosa y triunfante que se abre a la vida eterna; muerte que nos lleva al paraíso del cielo, como lo aseguró Jesús al ladrón arrepentido.
La muerte de Cristo, que contemplamos y celebramos con fe, es una muerte que se abre a la esperanza y a la vida. No se trata de la cultura de muerte absurda y sin sentido que cada vez más se quiere imponer en el desconocimiento del valor y dignidad de la vida humana, en la imposición del aborto y la eutanasia, en la indiferencia con respecto a la dignidad de los que más sufren su propia pasión a semejanza de Jesús.
A fin de salvarnos y redimirnos, Cristo asumió nuestra vida y nuestra condición humana como presupuesto básico y fundamental para hacernos partícipes de su misterio pascual. Por ello, la importancia y dignidad de la vida humana adquiere un valor mucho más grande y trascendente en cuanto que está llamada también a una existencia más allá de la muerte. Los que hemos recibido el don maravilloso de la vida estamos llamados a la vida eterna, a alcanzar el cielo. Para ello Cristo se ha entregado y muerto por nosotros.
Sigamos proclamando y testimoniando la muerte gloriosa y salvadora de Cristo que se ha entregado totalmente, sin reservas y por puro amor, para la salvación de cada uno de nosotros. Contemplamos al grano de trigo que cae en tierra y muere para dar mucho fruto (Juan 12,24); ni más ni menos que la semilla de esta muerte dará fruto de vida eterna.
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Porque con tu santa cruz y muerte redimiste al mundo. Amén.