No podemos construir el futuro de Costa Rica si olvidamos las raíces cristianas

Eucaristía Solemne con motivo del bicentenario de la independencia nacional, miércoles 15 de setiembre de 2021,

Catedral Metropolitana, 11:00 A.M. Memoria de Nuestra Señora de los Dolores.

Mons. José Manuel Garita Herrera.

Obispo de Ciudad Quesada.

Presidente de la Conferencia Episcopal de Costa Rica.

Queridos hermanos todos en el Señor:

Esta solemne celebración está marcada profundamente por la acción de gracias, por ello, nos lleva a levantar la mirada del corazón y exclamar con el salmista: “Alabemos a Dios de todo corazón”. En efecto, alabamos al Señor, creador y renovador de la historia de los hombres porque somos conscientes de la obra maravillosa de la salvación que nos permite contemplar colmada en Nuestra Señora de los Dolores, mujer creyente y fuerte al pie de la Cruz, a quien hoy celebramos. Alabanza que hacemos patente, también, por el camino de dos siglos de vida independiente de nuestra nación; por ello, de manera especial, damos gracias a Dios por el bicentenario de la independencia de nuestra amada Costa Rica.

La liturgia de la Palabra de esta celebración eucarística nos permite hacer una lectura salvífica y de fe de la historia. La salvación, que es iniciativa divina, encuentra acogida y va transformando desde dentro, a modo de la savia y la levadura, la historia de los pueblos y de las personas, para hacer una historia nueva, marcada por la esperanza como nos lo ha dicho la primera lectura de la primera carta de San Pablo a Timoteo.  Así, “el misterio del amor de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo, hecho hombre”, va renovando esta historia de luces y sombras, y la transforma en una historia de salvación y santificación, particularmente en la Iglesia “columna y fundamento de la verdad”.

En este escenario de gratuidad y de amor de Dios hacia la humanidad, cabe muy bien recordar a San Juan Pablo II, cuando nos decía: “santidad… es relación profunda y transformadora con Dios, construida y vivida en el compromiso diario de adhesión a su voluntad. La santidad se vive en la historia, y ningún santo está exento de las limitaciones y condicionamientos propios de nuestra humanidad” (Homilía 3-9-2000). Esta mañana, celebramos agradecidos doscientos años de historia de independencia nacional, marcada por la luz de la fe que nos lleva, a su vez, a constatar el paso de Dios por nuestra Patria. Por ello, hacemos nuestras las palabras del Salmo 110: “Grandiosas son las obras del Señor… Ha hecho inolvidables sus prodigios… Al darle por herencia a las naciones, hizo ver a su pueblo sus poderes”.

En el contexto de nuestra historia nacional, y de la celebración del Bicentenario de la Independencia, constatamos agradecidos, de nuevo, con el salmista, que son “Grandiosas las obras del Señor para todo fiel, y dignas de estudio”. Estudiar sus obras es detenerse frente a todo lo que ha acontecido en estos doscientos años y con una mirada profunda de fe descubrir la huella de Dios en el barro que ha forjado la historia patria. La huella de Dios ha ayudado a la Iglesia a pincelar la historia nacional en estos dos siglos de vida independientemente, colaborando ardua y decididamente con el desarrollo de la nación. Desde antes de la Independencia, resulta evidente la presencia y actividad de la Iglesia en la conformación de lo que sería más tarde el Estado de Costa Rica. Su rostro de madre ha aparecido en múltiples campos de la vida social, educativa, cultural y política de la Patria, aportando y acompañando procesos de transformación para nuestra nación.

Generaciones de católicos, clérigos y laicos, han colaborado en la gestación de la identidad de Costa Rica aportando desde su propia realidad lo mejor de sí, “no escondiendo el talento bajo tierra”, sino haciéndolo fructificar para el bien común y la estabilidad del presente y del futuro del país. La Iglesia costarricense, enriquecida a lo largo de los siglos por la experiencia solidaria y caritativa en favor de la búsqueda de los valores que sostienen la conciencia de la nación, mantiene en su memoria colectiva lo que escribió el Papa Benedicto XVI: “los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad… para que el otro experimente su riqueza de humanidad… El programa del cristiano… es un corazón que ve. Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia” (Deus caritas est 31).

No siempre la historia de la nación ha sido fácil. Las crisis en diversos órdenes de la vida nacional y los procesos de renovación del país han pasado por el crisol de la purificación y la maduración, propios de una nación inserta en los cambios del orden mundial. La Secuencia de esta memoria litúrgica de Nuestra Señora de los Dolores, poéticamente describe el drama del sufrimiento del justo y del inocente, que descubre en el misterio pascual la luz que requiere para comprender el valor salvífico que tiene el paso purificador de Dios, cuando nos dice: “Haz que su cruz me enamore y que en ella viva y more de mi fe y amor indicio…  porque, cuando quede en calma el cuerpo, vaya mi alma a su eterna gloria”. Nuestro país ha experimentado, en estos doscientos años de vida independiente, el crisol de la invasión y de la guerra, el dolor provocado por epidemias y catástrofes naturales, también diversas crisis sociales y económicas.

La fuerza de la fe de una nación creyente ha brindado a nuestro país la unidad interna y el equilibrio necesario para enfrentar la adversidad con la profundidad y la fortaleza que ofrece Dios a todo hombre y mujer de buena voluntad. De aquí que nuestra historia nacional es el escenario adecuado que nos permite descubrir la huella de Dios desde la llegada de Cristóbal Colón, en el alba del descubrimiento, hasta la creación de la República, pasando antes por la experiencia de vida independiente, cuyas efemérides bicentenarias celebramos hoy. Así llegamos al actual momento histórico donde nuestro país, viviendo todavía con toda la humanidad la crisis de la pandemia, ha actuado con responsabilidad frente a los retos de la vulnerabilidad en la que hemos entrado globalmente.

El texto del Evangelio de San Juan, proclamado en esta celebración eucarística, nos ubica en la hora suprema del amor. Hora de reconciliación y renovación. Hora de horizontes amplios como los brazos mismos de la cruz. Y en esa hora del amor extremo, asoma luminosa la esperanza de la futura resurrección. La victoria de Jesucristo resucitado sobre el mal y la muerte nos sigue impulsando a caminar, confiar y construir. Por ello, no nos dejamos apesadumbrar ni vencer por los males que nos rodean; todo lo contrario, la luz esplendente de la resurrección nos impulsa creativamente a ser gestores de una nueva y esperanzadora etapa de la historia nacional. El recuerdo de un acontecimiento histórico, como es el que hoy celebramos, nos hace tomar conciencia de lo que en la experiencia religiosa de Israel llamamos “memorial”. Memorial es actualización de lo que se ha vivido. Para nosotros, el memorial por excelencia es la Eucaristía, y desde ella, al actualizar el plan de la salvación, somos capaces, como cristianos, de aportar lo mejor de nuestras existencias, siendo “luz del mundo y sal de la tierra”. Este es el compromiso que asumimos desde nuestra vocación bautismal en función de gestar una nueva humanidad reconciliada en el amor, y desde ella, una nueva sociedad y una nueva nación, como signo de los cielos nuevos y tierra nueva que deseamos y esperamos alcanzar.

La Iglesia, que a lo largo de los siglos ha colaborado en la configuración nacional con múltiples aportaciones, más aún en estos dos siglos de vida independiente, no olvida, todo lo contrario, recuerda muy bien lo que dice el Concilio Vaticano II en la Constitución “Gaudium et spes”: “Ciertamente, la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social, pues el fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa fluyen tareas, luz y fuerzas que pueden servir para constituir y fortalecer la comunidad de los hombres… ella misma puede, e incluso debe, suscitar obras destinadas al servicio de todos, y especialmente de los necesitados, como las obras de misericordia u otras semejantes” (GS 42).

Este empeño de la Iglesia por ser agente de transformación social, es lo que nos sigue impulsando a los bautizados en este momento de la vida de la Patria a ser colaboradores y gestores de una nación comprometida en la causa de la vida, la familia, la paz, la dignidad de la persona desde su concepción hasta su fin natural, y de todas las causas nobles e importantes que pueden darse en el corazón humano en aras del bien común iluminado desde la fe, según lo ha expresado el Santo Padre Francisco en su Carta Encíclica “Laudato Si”, cuando nos dice: “El bien común presupone el respeto a toda la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral” (LS 157).

Queridos hermanos, nuestra acción de gracias de hoy es a la vez un programa de vida que nos lanza desde el presente a la construcción de un futuro nacional mejor. Nos acompaña la fuerza del Espíritu del Señor resucitado, porque nunca estamos solos. Su fuerza nos regenera totalmente. La presencia del Señor nos impulsa a construir una ciudad futura con sólidos cimentos. Estos cimientos son los de la fe, la esperanza y la caridad. En el ejercicio de la caridad fraterna se hará creíble la condición cristiana de nuestro país. Sin caridad solidaria no hay auténtico desarrollo ni justicia social. Solamente desde la caridad, que es el rostro concreto del mandamiento nuevo del amor, podremos vencer el individualismo, la corrupción, la división y todos los males que nos afectan como país, y que son fruto del egoísmo que se anida en el corazón humano. Sin una auténtica caridad con incidencia social estaremos falseando los fundamentos del futuro nacional.

No olvidemos que Costa Rica ha sido y es una nación con profundos sentimientos religiosos de marcado y hondo contenido cristiano. Sin Dios no hay futuro real y, menos aún, realización y plenitud. Sacar a Dios de la vida nacional es empobrecer el presente y comprometer el futuro de Costa Rica. Sin Dios a nuestro lado estaríamos siendo infieles a la herencia de las generaciones pasadas que descubrieron en la riqueza de la fe el secreto de la identidad y de la unidad de la nación; por ello, nos han heredado la fe como la fuerza dinámica que nos convierte en auténticos costarricenses. No podemos construir el futuro de Costa Rica si olvidamos las raíces cristianas de la que llamamos nuestra Patria.

Celebremos la fidelidad de nuestro Dios que, en estos doscientos años de vida independiente, en su Hijo Jesucristo se nos ha revelado como bondad y ternura. Celebremos la vida verdadera que proviene de la paternidad de Dios y renovemos nuestra confianza en su amor providente. Encomendamos a la protección maternal de Nuestra Señora de los Ángeles, nuestra amada patrona, la celebración del bicentenario de esta nación independiente, y dejamos en su regazo de madre el presente y el futuro de Costa Rica, para que en ella “vivan siempre el trabajo y la paz”.